Opinión
Ozzy contra Osbourne
Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Ozzy Osbourne murió el pasado martes, a los 76 años, un auténtico récord de longevidad en una existencia tan repleta de burradas que él mismo consideraba un milagro haber cumplido los 40. Al ritmo kamikaze que llevaba, entre colocones, sobredosis, accidentes, peleas y borracheras, llegar a los 30 indemne ya hubiera sido inverosímil. En su hilarante autobiografía, donde empieza confesando que apenas era incapaz de terminar un libro, Ozzy dice que en el colegio no se enteraba de nada. No fue hasta mucho después que descubrió que padecía dislexia y trastorno de déficit de atención por hiperactividad, quizá por eso tampoco leyó bien el manual de instrucciones de las estrellas de rock, en especial el apartado dedicado a los fallecimientos prematuros, generalmente a los 27 años. Con todo lo que se había bebido, esnifado, chutado y vomitado a esa edad, bien podía haber palmado al completo la Orquesta Sinfónica de Birmingham.
Sin embargo, en los ochenta, cuando se lanzó en su carrera en solitario, las cosas se desmadraron un poquito. William Blake escribió que el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría, pero sólo porque no conocía a Ozzy. A no ser que la sabiduría, en su caso, consistiera precisamente en eso, en seguir vivo después de consumir cantidades ingentes de alcohol, tabaco, cocaína, heroína, ácido, pegamento, jarabe para la tos y lo que fuese. Comparados con Ozzy, los borrachos y drogatas más insignes del rock son simples aficionados, niños de pecho que acaban de descubrir el biberón, del mismo modo que parecía un chiste que los Rolling Stones se autoproclamaran "sus Satánicas Majestades" cuando estaban a punto de hacer su aparición Ozzy Osbourne, Tony Iommi, Terry Butler y Bill Ward. Al lado de Black Sabbath, a los Stones el diablo ni se lo habían presentado.
Resulta curiosa la filiación infernal de una banda que había decidido llamarse así por una película de terror de Mario Bava titulada precisamente "Black Sabbath". El bajista del grupo, Terry Butler, comentó que era raro que la gente hiciese cola para ver una película de miedo; el guitarrista, Tony Iommi, dijo medio en broma que a lo mejor deberían hacer música de miedo, y Butler escribió la letra de "Black Sabbath", el primer himno de la banda, un tema inquietante y tenebroso que empieza con truenos, campanas, una guitarra distorsionada, un bajo telúrico, una batería demencial y los alaridos de Ozzy invocando al demonio. En medio de las flores, los chalecos hippies, los símbolos de paz y amor, cuatro chavales pobres de barrio obrero tomaban partido por el mal y declaraban recién nacido el heavy metal.
Lo del demonio no era más que una pose artística, una elección estética que resultó un éxito total y que nadie se tomó en serio, excepto algún cura despistado (el futuro Benedicto XVI sin ir más lejos) y unos cuantos discípulos de Satán más despistados todavía. Años después, Ozzy se encontró a un grupo de satanistas haciendo magia negra delante de la puerta de su habitación del hotel, se agachó, sopló las velas y les cantó "cumpleaños feliz". En cambio, la música iba en serio, muy en serio: era la rebelión, la protesta, la vía de escape de una infancia infeliz en Aston, un barrio de clase baja en Birmingham, entre solares de edificios derruidos por los bombardeos alemanes y viviendas que ni siquiera tenían retrete o agua caliente. Ozzy probó varios oficios, de fontanero a matarife, antes de emprender una lamentable carrera criminal que terminó con una sentencia de tres meses de prisión en Winson Green antes de cumplir los dieciocho. El único de aquellos oficios que tenía algo que ver con la música era afinador de bocinas de coche.
Por suerte otros tres chavales de Birmingham (Butler, Ward e Iommi, con quien había coincidido en el colegio) lo reclutaron como cantante y en principio la única razón para aceptarlo era que tenía un amplificador y dos altavoces que le había regalado su padre. Después de unos comienzos difíciles y casi artesanales, Black Sabbath alcanzó la gloria con su segundo álbum, Paranoid, grabado en junio de 1970, cuatro meses después de su debut discográfico. A partir de ahí, todo fue un ascenso delirante de decibelios, giras mundiales, hoteles destrozados, drogas, borracheras, orgías, gonorreas y salvajadas. Por contar una cualquiera, un día Ozzy tuvo que ir al médico porque se había rajado la epiglotis intentando arrancarse las flemas de la garganta.
En 1979, después de más de una década y ocho discos juntos, Black Sabbath decidió prescindir de Ozzy Osbourne y reemplazarlo por el antiguo cantante de Rainbow, Ronnie James Dio. Al despido se unió el divorcio de su primera mujer, Thelma, y la separación de sus dos hijos, para quien había sido poco más que un fantasma. Pero los demonios que Ozzy invocaba en las canciones de Black Sabbath no estaban en el más allá ni en caserones embrujados, ni siquiera en las pastillas o en las botellas de vodka, sino dentro de sí mismo. Quien le ayudó a combatirlos fue su segunda esposa, Sharon Arden, que además le convenció de retomar su carrera musical, una apuesta que se materializó en Los Ángeles cuando Ozzy, harto de probar guitarristas, encontró a uno sobrenatural: Randy Rhoads.
Rhoads era un veinteañero sanote que se convirtió en su escudero y en uno de sus mejores amigos. Junto a él grabó sus dos primeros discos en solitario, Blizzard of Ozz y Diary of a Madman, pero en marzo de 1982 una avioneta que pilotaba el conductor de la banda, Andrew Aycock, se estrelló contra una casa después de chocar un ala contra el autobús donde estaban los otros músicos. En el accidente murieron el guitarrista, el piloto y la maquilladora Rachel Youngblood, un golpe terrible para Ozzy, quien declaró que no pasaba un solo día sin que pensara en Rhoads y en su absurdo final. Sharon estuvo a su lado a pesar de todo, de sus curdas mitológicas, su negligencia paternal y un ridículo intento de asesinato del que se despertó en la cárcel preguntando: "¿Qué diablos hice ahora?"
Tras decapitar a una paloma de un mordisco en una reunión con directivos de la CBS, Ozzy repitió el numerito en un concierto un año después, cuando le arrojaron un murciélago vivo al escenario. Después explicó que creía que se trataba de un murciélago de plástico, pero tuvieron que llevarlo en ambulancia a un hospital e inyectarle la vacuna contra la rabia. Mucho más que su música, aquel incidente estrafalario elevó su leyenda al estatus de Príncipe de las Tinieblas, una categoría que le pertenecía por derecho propio como fundador de Black Sabbath y que revalidó después de que un padre lo demandara porque, según él, su hijo se había quitado la vida después de oír la canción Suicide Solution.
Ahora corre el rumor de que Ozzy Osbourne habría recurrido a la eutanasia después de que el pasado 5 de julio se despidiera para siempre en un multitudinario concierto en Birmingham con los miembros de Black Sabbath. El personaje público lo había devorado hasta el punto de convertirse en una especie de payaso televisivo con la emisión de Los Osbourne, un reality que enseñaba su día a día familiar sin tapujos. Después de numerosas tentativas y varias estancias en clínicas de desintoxicación, no se curó de sus adicciones hasta que Jack, uno de sus hijos con Sharon, logró rehabilitarse del alcoholismo. Llevaba desde 2019 con terribles dolores de espalda, graves infecciones y un Parkinson avanzado que le obligaron a salir al escenario sentado en una majestuosa silla negra, como un enviado de Satán: Ozzy contra Osbourne una vez más, en una última batalla. Que le quiten lo bebido, lo fumado, lo luchado y lo cantado.
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