Opinión
El proceso

Filóloga y profesora de la Universidad de Sevilla
"Alguien debió de haber calumniado a Joseph K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido". A pesar de su inocencia, el personaje de la novela de Franz Kafka fue sometido a un proceso judicial que terminó minando sus fuerzas y dañando su imagen social; finalmente, fue ejecutado sin llegar nunca a ver al juez que le condenaba, ni saber remotamente la causa de su castigo. Más de un siglo después de que F. Kafka escribiera El proceso, las noticias del encausamiento del fiscal general, Álvaro García Ortiz, me han hecho rememorar la atmósfera delirante, opresiva y angustiosa que recrea la novela.
Veamos los hechos: un defraudador fiscal se querella contra el fiscal general del Estado porque emite una nota pública en la que desmiente una mentira flagrante que se estaba difundiendo desde el gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. La mentira hace referencia a la pareja de la presidenta, Alberto González Amador, hoy a la espera de condena por delitos fiscales probados. Hasta ahora, era solo la propia Fiscalía y su defensa quienes defendían la inocencia del fiscal general, pero ahora hemos conocido la argumentación de un magistrado de la Sala Segunda que ha detallado un sólido y fundamentado voto discrepante en el que se plantea cómo es posible imputar a alguien sin ningún indicio sólido que avale, ni de lejos, la hipótesis de la culpabilidad, sino más bien, al contrario, con el desdén de la prueba del testimonio de 10 personas, que han testificado en contra de la culpa de la que se acusa al fiscal general.
Es el hecho de una coincidencia temporal, el que el fiscal general recibiera la copia del correo del abogado de González Amador momentos antes de que la noticia fuera difundida por la SER, lo que ha llevado al juez Hurtado a construir una hipótesis según la cual el fiscal, siguiendo órdenes de La Moncloa (insistimos, no hay ninguna prueba de esto), decidió filtrar el correo con una finalidad política clara: atacar a la presidenta Díaz Ayuso. El juez no ha tenido en cuenta, sin embargo, que, ya días antes, más de veinte personas conocían ese correo, entre ellas diez periodistas de medios de diferente inclinación ideológica que así lo han declarado; eso sí, sin revelar sus fuentes, según prescribe su código deontológico. No existe, pues, ninguna prueba de que fuera el fiscal, y no alguna de esas más de veinte personas, quien lo filtrara.
Por otra parte, no se entiende el diferente tratamiento que han recibido los dos fiscales implicados: los mismos indicios que han llevado a dejar fuera del caso a la fiscal Pilar Rodríguez han servido como base para el procesamiento de Álvaro García Ortiz, lo cual genera incertidumbre y un poderoso sentimiento de inseguridad jurídica.
También se ha utilizado el silencio del fiscal, el hecho de que borrara sus whatsapps, en su contra, algo que es delirante, mucho más si se tiene en cuenta que ese borrado se efectuó antes de conocer que estaba siendo investigado. Por tanto, sin pruebas y sobre una batería de indicios muy vagos e interpretables, se ha llegado a una acusación sin sustento, a "un procesamiento cogido con alfileres". Así lo señala el voto particular y lo corrobora la opinión de juristas de prestigio, quienes llaman la atención sobre la divergencia radical que hay entre las perspectivas de Sánchez Melgar y De Porres —los dos magistrados que constituyen la mayoría en la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo que debía valorar el auto de procesamiento del magistrado instructor— y el voto particular del magistrado Andrés Palomo.
Según Nieva-Fenoll, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona, el auto de los dos primeros es un documento a la defensiva que orienta la argumentación en el sentido de defender la posibilidad de una imputación, mientras que el voto particular sostiene que el auto del instructor carece del mínimo fundamento exigible. La divergencia tan radical entre ambas perspectivas resulta alarmante, sobre todo porque un alegato para defender la posibilidad de seguir adelante con un juicio supone asumir de forma latente la presunción de culpabilidad o, dicho de otra forma, asumir el criterio de que para no llevar a juicio a la persona investigada es necesario tener una "certeza" absoluta de que no hay forma racional posible de demostrar la culpabilidad.
Efectivamente, todas las personas somos susceptibles de imputación sobre la base de vagos indicios. Y quizás, aun siendo inocentes, no se pueda demostrar con absoluta certeza que no somos culpables. Da la impresión de que, como en la novela de Kafka, actúa el principio de que "el tribunal, cuando hay acusación, está firmemente convencido de que hay culpa también, siendo esta convicción casi inamovible". A partir de ahí, el sistema se pone en marcha con toda su maquinaria para garantizar la continuidad del proceso.
Fundamentar un procesamiento en vagas suposiciones mientras se descartan pruebas, como el testimonio de los periodistas, es muy preocupante. La inaccesibilidad de la Justicia no se debe solo al lenguaje hermético que suele utilizar, sino a la ausencia de solidez y coherencia en su argumentación, y este proceder transmite implícitamente un mensaje: que hay fuerzas poderosas, cuyos designios son incomprensibles, que actúan a través del sistema de la justicia; que estamos bajo la autoridad de un poder que no presupone la inocencia de los investigados y para el cual la verdad ha dejado de ser un criterio relevante. En palabras del sacerdote que le explica a K. cómo funciona el sistema justo antes de ser ejecutado: "No es necesario tomarlo todo por verdadero, solo hay que tomarlo por necesario".
Kafka utiliza la justicia para simbolizar el poder autoritario del Estado, un poder absoluto e inaccesible que destruye la dignidad y la fuerza de las personas. En su obra Sobre la cuestión de las leyes desarrolla la idea de la utilización de la ley como un instrumento de dominación a favor de una oligarquía: "Nuestras leyes, por desgracia, no son conocidas por todos; son un secreto de un grupo pequeño de aristócratas que nos dominan" (cfr. J. A. Álvarez Patallo). Por eso no resulta extraño que se condene al inocente sin que este conozca siquiera el motivo, y que se le castigue de forma arbitraria.
La novela El proceso ilustra cómo, una vez iniciado, el proceso no se termina nunca. El daño ocasionado a la persona a la que se somete al procesamiento es irreparable en términos de tiempo, dinero y sufrimiento profundo. En el caso del fiscal general, aún más, habida cuenta de la dignidad de su cargo.
Al proceso de destrucción interior le corresponde también un proceso de destrucción social por la mala reputación que supone el verse inmerso en un procedimiento judicial. Las relaciones laborales, personales y hasta las más íntimas terminan contaminadas por la vergüenza. Al final, el sistema termina siempre condenando moralmente a las personas. A esto hay que añadir cómo la acción de los medios multiplica exponencialmente el proceso de victimización. Durante meses o años se realizan juicios paralelos que suelen condenar anticipadamente a personas que posteriormente resultan absueltas, aunque luego a la absolución no se le dé la misma difusión.
Este proceder nos aleja del concepto de "Estado de derecho" y nos acerca peligrosamente al de un sistema autoritario, arbitrario. Cuando la justicia no responde a los argumentos y las pruebas, porque una vez que hay acusación se asume que hay culpa y todo el sistema se pone en marcha para justificar el castigo, se ha producido una quiebra irreparable en la presunción de inocencia. Cualquiera, sobre la base de vagos indicios, puede denunciarnos y dejar caer sobre nosotros un velo de sospecha.
Son muchas las personas que se pronuncian a favor de la dimisión del fiscal general, provenientes, en su mayor parte, de las derechas, las mismas que siempre han aspirado a su destitución como trofeo político. Pero también hay personas que, lejos de esa intencionalidad, buscan proteger a las instituciones. Ciertamente, el ver al fiscal general del Estado sentado en el banquillo será impactante, y es sin duda una escena que no habla bien de nuestro país. Pero si las cosas se entienden mucho mejor en su contexto, a la falta de indicios sólidos, al atropello de un registro totalmente desproporcionado y al desdén hacia el testimonio de los periodistas, habría que sumar el perfil de un juez, como A. Hurtado, que no veía la relación del PP con la Gürtel, que actuó más como abogado defensor que como juez de M. Rajoy, y que hizo todo lo que pudo para que el PP no fuera sancionado como partícipe a título lucrativo de la trama. Junto a él, al fondo, en la puerta de atrás de la Sala Segunda, hay que situar al juez Marchena, a través del cual el PP quería controlar el Tribunal Supremo; y como protagonistas invitados, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, y su pareja, González Amador, a la espera de condena. Detrás de todo, Miguel Ángel Rodríguez, jefe del gabinete de la presidenta, el autor del correo que lanzó al mundo una tremenda mentira para proteger, desde su cargo pagado con dinero público, al novio de su jefa.
Álvaro García Ortiz cayó en la trampa cuando salió a defender la verdad y de ese modo le dio a MAR el gancho para montar todo este espectáculo. Precisamente, la razón por la que se inicia este vía crucis, la defensa de la verdad, es la que hay que levantar para pedirle al fiscal general que, por favor, no dimita. Como él mismo dijo cuando Hurtado dictó el auto que ahora ha confirmado la Sala de Apelación: "La mentira no puede derrotar a un fiscal general". O, como diría Joseph K., la mentira no puede erigirse en el orden del mundo.
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