Opinión
Salir al encuentro de lo colectivo

Por Silvia Nanclares
Escritora
-Actualizado a
La secuencia es similar, si te pilló en casa, como a mí, teletrabajando en chándal. Primero creíste que la luz del baño se había fundido, al rato fuiste a revisar “los plomos”. Tercer gesto: salir a probar la luz del rellano, nada, el ascensor, tampoco va. Volver dentro y no entender porque también se ha caído el servicio de tu compañía de telefonía móvil. No hay conexión, solo llamadas de urgencia. Aún no unes los puntos. Crees que hay algún problema simultáneo en la comunidad y en tu compañía (¿tal vez no pagaste el último recibo?). Decides esperar a que vuelva la luz leyendo, por qué no, pero las sirenas que empiezan a sonar desde la calle te desconcentran. Es cuando te viene a la cabeza, como a tanta otra gente en ese momento, el podcast de El gran apagón. Esta vez sales al portal y un vecino te dice que es en todo el barrio, que en la plaza de Tirso de Molina está todo el mundo en la calle y los comerciantes en la puerta de sus comercios. Vuelves a casa, no puedes enviar ni recibir mensajes, hacer ni recibir llamadas. No hay conexión. Solo llamadas de emergencia. Desconcierto. ¿Qué hacer sin luz y sin Internet? Leer, piensas. Estás súper enganchada a Seismil, la novela testimonial de Laura C. Vela, que es absorbente, pero de nuevo las sirenas, de nuevo un eco de charla en el rellano, vuelves a salir. Unos vecinos que vienen de la calle: Que es en todo el país, y en Portugal, niña. Comentamos brevemente la situación con risitas nerviosas. Lo primero que hago entonces es vestirme a toda prisa –ducharse sin luz y con agua fría no es una opción–, y correr a la puerta del cole de mis hijos, que por suerte está a diez minutos de nuestra casa. Si algo pasara no podrían avisarnos ni por teléfono ni por mail. Qué loco. Hace más de diez años que no tengo teléfono fijo. En el portal charlo espontáneamente con otro vecino, y delante de nuestras narices cruza un tuktuk despistado y un guía contando las absurdas bondades que al parecer tiene nuestra calle a sus ojos. Sin duda el turismo será la última cucaracha de nuestro apocalipsis.
El día es soleado y la gente se ha echado a la calle. La tienda de comida para llevar está ya llenándose, sus dueños con cara de circunstancias, estaban en medio de la preparación de un catering y ahora qué. Gente hablando desde la acera con gente en los balcones. Hay una palabra que se cuela en todos los relatos: ¿ciberataque? Y en realidad también subyace la palabra guerra. Aunque no lo queramos reconocer, el aire pre pandemia se empieza a extender entre las mentes. Alguien leyó algo esta mañana del tipo “Bruselas recuerda a los habitantes comunitarios que han de prepararse para un contexto de incertidumbre”. Caminamos, por primera vez desde hace mucho, con la subjetividad hacia afuera, como si fuéramos niños buscando devolver un balón, como si cualquiera con quien nos cruzáramos pudiera interpelarnos. Y de hecho, lo hace. Fluyen las conversaciones, cuyos retazos atrapados al vuelo imaginan lo mismo: controladores aéreos, la gente de los ascensores, los trenes… En el mercado de abastos todos los tenderos están fuera, arremolinados y preguntándose cómo demonios podrán echar el cierre automático de sus puestos, afortunados ahora aquellos que no cambiaron en su día el cierre de persiana. Un chico sale de DIA con una garrafa de agua y mucho papel higiénico, eso siempre, que la distopía nos pille bien limpitos. Colas en los cajeros, hostias, me doy cuenta de que no llevo un puto duro en efectivo encima. La parada del 35 está a reventar, y entonces doy gracias de vivir esto en esta burbuja-pueblo dentro de la ciudad y no sin saber cuándo llegaré a casa o cuándo y cómo podré recoger a mis hijos. El semáforo de la calle Toledo tiene guardias urbanos improvisados: los propios peatones.
Llego a la puerta del cole y encuentro a varios padres y madres que, como yo, han acudido espontáneamente. El equipo directivo nos tranquiliza, como siempre. El alumnado está bien, ellos están bien, todo sigue su curso, los peques saben que se ha ido la luz, y que el segundo turno se le va a servir la comida algo más fría, pero no pasa nada. No es preciso que los recojamos antes, lo que no se garantizan son las extraescolares, porque el profesorado tal vez no pueda llegar y, no, sobre mañana aún no tenemos ni idea. No sé sabe nada, si sigue el corte, os pediremos que nos los traigáis, a ver qué dice la Comunidad. Una mamá amiga –gracias desde aquí, Lili– me presta cinco euros que le sobran y me acompaña a comprar pilas. No tengo cocina de gas pero tengo radio. Aprovecho después y me pongo en la cola del horno, que ya da casi la vuelta a la manzana. Intimo con la chica que va detrás de mí. Pan y pilas: compra de guerrilla. Para velas ya no me daba. Me acuerdo de mis abuelos el día que se debió de declarar la guerra, o el día que terminó, y que ambos lo vivieron en calles cercanas a estas, siendo adolescentes. Compro una hogaza hermosa y vuelvo a la puerta del cole. La tutora, al verme antes, me ha bajado a mi hijo mayor, y, claro, quién le explica ahora al crío que no, que mamá solo ha venido a informarse, que solamente ha salido al encuentro de la colectividad más cotidiana y cercana a la que pertenece, la del colegio. No, ya me lo llevo, claro. Dejo al de tres hasta las cuatro, que se están echando la siesta plácidamente.
Así que el mayor y yo nos vamos juntos a casa a buscar los walkie talkies. En el trayecto mi móvil se queda sin batería. Y yo sin haber podido hablar con su padre. Pero no pasa nada, esto va a ser divertido, o al menos así se lo vendo, cual Roberto Benigni de pacotilla. En casa cargamos la radio y los walkies, hacemos unos buenos bocadillos de salchichón y nos encontramos por fin con el padre de las criaturas, por suerte también trabaja cerca y ha podido volver andando cuando los han mandado para casa. Vamos los tres a buscar al hermanito pequeño y pasaremos la tarde en la plaza de enfrente del cole, qué bueno tener una plaza a la que pertenecer. Nos alegramos de encontrarnos con las familias amigas, entre risas de cague e incertidumbres, hacemos preguntas sobre (el) mañana, pasando revista a los territorios de nuestras respectivas familias, y pensando también en la gente que estará en situaciones jodidas. La radio nos va explicando cómo el mapa eléctrico se está empezando a iluminar por el norte y por el oeste, por aquí de momento nada. Seguimos disfrutando del sol, la gente de la zona ha conseguido latas de cerveza: esto es la fiesta del fin del mundo. Escuchamos la comparecencia de Sánchez apiñados frente al transistor. Tampoco dice mucho, mantienen todas las posibilidades abiertas. Hace una semana que se murió un Papa y ahora esto. Nos reímos histéricamente a costa de vivir tantos momentos históricos seguidos, y también alguien relativiza al momento pensando en Gaza. Hay una velada incertidumbre y angustia de fondo, bajo las risas. Se propone para mañana una especie de asamblea de vecinas en una de las librerías del barrio, aunque sea para apuntarnos a boli los teléfonos fijos, bromea alguien. También se propone ir todos al parque mañana juntos en caso de que no haya cole. Confinamiento vibes, nadie quiere decirlo. Un grupo de chavales de Zaragoza que tenían que haber vuelto hoy a casa vitorean en la puerta del colegio a la dirección, que parece que les va a dejar a hacer noche en el gimnasio. Se abren las posibilidades, todo el mundo quiere echar una mano, por las frecuencias del walkie de mi hijo de seis años se cuelan unos chavales que le llaman bro. Que si estás bien, le han preguntado.
Al llegar a casa cenamos en el patio con la poca luz natural que queda y con la radio a toda leche, servicio público, nunca radio patio fue una expresión tan real. Nos dormimos los cuatro prontísimo y con la radio puesta bajita, a la espera de despertarnos mañana con luz. Ha sido un día intenso y la incertidumbre sobre el día de mañana es total. Termino de escribir esto a las 6:27 ya con luz e Internet en casa, evidente, y alguna que otra certeza, pero no todas. Lo único que sé del día de hoy es que todos salimos a las puertas, de cada casa, de cada portal, nos echamos a la calle al encuentro de ese sentido de pertenencia que nos hace humanos. A buscar la luz de lo colectivo. Si llega el fin del mundo, que nos pille siendo parte de algo más grande que nuestro miedo.
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