Opinión
Todaspaña

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
Me encantaría conocer el día y la hora de la última vez que en la tele alguien creyó estar delante de todaspaña. Me encantaba cuando en la década de los dos mil, en los noventa no digamos, una persona anónima recibía el milagro de que le enfocara una cámara en directo –en Sorpresa sorpresa, El diario de Patricia…– y, “aprovechando que me está viendo todaspaña”, revelara un secreto, confesara un amor o simplemente saludara a su pueblo o a su barrio. Doy por hecho que esa fórmula es parte del pasado. Ni ocupar pantallas es ya un acontecimiento, ni aunque uno esté en un programa de máxima audiencia le está viendo España entera.
La fragmentación de los medios de comunicación, la apelación al nicho de los productos culturales y la desaparición del evento catódico (esas emisiones que sabíamos que estábamos viendo todos, hoy inexistentes), consecuencia de un avance sin precedentes en las tecnologías domésticas, ha facilitado que podamos escoger qué vemos y cuándo lo vemos. Por el camino se ha quedado esa placidez de acomodarnos simplemente a lo que están echando y, con ella, la ilusión de unidad de un país encantado de ver y de verse en la tele.
Podemos achacar a la división en públicos objetivos de lo que antes era el público sin más que, tras el fin de Cuéntame, no haya habido otro intento de reflejar esa familia de españolitos medios que tan buen resultado dio a los canales durante décadas. Quizás ya no tenga sentido intentar reunir a varias generaciones frente a ficciones que apelen a niños, padres y abuelos incluyendo personajes de todas las edades. Para qué, si están cada uno con su propia pantalla consumiendo contenido diseñado individualmente con un preciso algoritmo.
No siento nostalgia por los tiempos en los que compartir mando a distancia suponía transigir con el mínimo común denominador del gusto en el hogar. Pero en una parrilla que se multiplicado y que anda plagada de reconstrucciones de crímenes reales, actualizaciones de las cosas que triunfaban hace veinte años, tramas calcadas de otras latitudes y culebrones vistos una y otra vez, agradezco el empeño de algunos creadores que todavía se atreven a retratar un país que reconozco y que me sigue interesando.
El último ejemplo es Yakarta, firmada por Diego San José y estrenada en Movistar+ hace unos días. Una serie en la que también existe una convivencia entre generaciones –Javier Cámara da vida a un entrenador de bádminton fracasado que encuentra en una joven jugadora, encarnada por Carla Quílez, el último cartucho de su reputación–, pero que no intenta contentar a sus espectadores con una oferta para toda la familia. Bien al contrario, los capítulos se atragantan explorando lo miserable de sus personajes, que se mueven entre la acepción de “ruin o canalla” y la de “desdichado, abatido o infeliz”.
Todo eso mostrado con calles, polideportivos, casas, hoteles, chándales y mochilas creíbles y reconocibles. Ya no cuelan aquellas familias en aprietos constantes que sin embargo vivían en espléndidas viviendas con cocinas rebosando de los productos que se anunciaban en las pausas publicitarias; ni los rostros y cuerpos de modelo de pasarela hechos pasar por gente del montón a la que se cuesta docenas de episodios que otra persona se fije en ellos. En Yakarta (la serie, no la ciudad), los coches están sucios, la ropa está gastada y los bocadillos huelen. Y eso nos representa más que cualquier plano de Médico de familia, de Los serrano y, si me apuras, de Aquí no hay quien viva.
Quizás ya no haya una todaspaña a la que saludar, pero sí una que merece la pena seguir explorando. Porque la televisión es probablemente el único medio que todavía puede proponer relatos que nos apelen a todos, o que al menos lo intenten. Y más cuando durante todo el día se suceden debates supuestamente políticos (donde el modelo Sálvame se ha convertido en lengua franca) que se ocupan con fruición de todo aquello que genera o que incide en la división y el enfrentamiento. Esa polarización con la que intentan hacernos creer que algo parecido a una convivencia democrática ha quedado tan caduco como las pelis de Cine de barrio.
La lectura de Un país en la pantalla, el reciente ensayo en el que la periodista Raquel Piñeiro repasa cómo España ha sido vista por el cine y las series –y viceversa–, da cuenta de lo íntimo de esa relación y de hasta qué punto la autoestima colectiva que sentimos como sociedad está atravesada por cómo nos retratan y cómo nos retratamos en pantallas grandes y pequeñas. Pantallas en las que, si ya no entra todaspaña, debemos entender qué y quiénes se están quedando fuera.
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