Berto Romero

Siempre me ha parecido que la industria tabacalera es un ejemplo abrumador de ingenio, tenacidad, creatividad y sangre fría. Ella sola constituye la más potente metáfora de la sociedad de consumo: vende humo. Literalmente. Es el sector industrial cuyas ventas tienen más mérito.

El sector del tabaco posee el magnético atractivo de los villanos de las películas. Esos que beben coñac y acarician un gato persa en el regazo en su guarida horadada dentro de un volcán. Consiguieron colocar en cada boca un producto directamente venenoso. Y lo connotaron con una mítica y un glamour de tales dimensiones que aún hoy consigue que miles de fumadores sigan sacando el cigarrillo de la cajetilla volteándola para no ver la foto de unos pulmones putrefactos o un tumor de lengua invadiendo mentón y cuello.

Los estancos son jugueterías. Los paquetes de cigarrillos son regalos de colores envueltos en brillantes y suaves celofanes. Cambian de color, nombre y logotipo cada seis meses. Se acompañan de mecheritos de todos los tamaños, máquinas para enrollar cigarrillos que parecen diseñadas por magos, latas, pitilleras, cientos de cachivaches atractivos que excitan la imaginación del niño que llevamos dentro.

Esta mañana he visto el más difícil todavía. Una marca que presenta directamente un truco de magia incorporado a cada uno de sus cigarrillos. Cada uno de ellos lleva un filtro mágico que, al ser presionado, convierte el pitillo, hasta ese momento convencional, en uno mentolado. El filtro debe ser presionado en un circulo impreso en el cilindro hasta oír un “clec”. Voilà: a partir de ese momento el humo adquiere matices de menta. He abierto uno de los filtros con una navaja y dentro he encontrado una capsula, una bolita azul que se quebraba al oprimirla, soltando algún tipo de agente “mentolador”.

Otro tremendo golpe de efecto del gran prestidigitador. Incluso me ha parecido oir resonar su carcajada de supervillano desde el volcán hueco en el que degusta un coñac mientras idea nuevas y sorprendentes estratagemas.