Opinión
Mitos y #Metoo’s

Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
“En uno de aquellos días que estaba yo en el estudio, el fotógrafo este se puso a desnudarme, a meterme mano por todo el cuerpo y a preguntarme si ya me había hecho mujer […] Más tarde, un día cualquiera, descubrimos en la cocina muchas fotos de niñas desnudas con vendas en los ojos. Se lo dijimos a Goyanes y se quedó como si nada. Aquella misma noche, cuando fuimos a cenar, el fotógrafo estaba sentado y muy risueño en nuestra misma mesa".
Quien habla es Pepa Flores, enterrando a su alter ego Marisol desde las páginas de Interviú. Era 1979, la malagueña se esforzaba por tener una carrera de actriz adulta y respetada, y la sociedad española simplemente no se lo permitió. Sus confesiones, en la revista que tres años antes había publicado su mítico desnudo –sin su permiso y sin que ella percibiera una peseta–, fueron vistas como la narración de algo quizás reprochable, pero sin mayor trascendencia.
Hace unos días, la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales (CIMA) publicaba un estudio que indica que más de la mitad de las mujeres que trabajan en la industria cinematográfica y audiovisual han sufrido algún tipo de violencia sexual en el sector. De esos casos, el 92% no se han denunciado, por “la inseguridad sobre cómo proceder, el temor a represalias y la creencia de que no serviría para nada”.
Esto ocurre en una industria que, desde la eclosión del movimiento #MeToo a partir del testimonio de la actriz hollywoodiense Alyssa Milano, ha estado especialmente señalada por su trato a las mujeres. ¿Por qué las profesionales del audiovisual, y especialmente las actrices, han sido y siguen siendo acosadas de una manera tan sistemática? ¿Qué tiene el cine para que esta clase de abuso parezca casi un gaje del oficio?
Es probable que algunas circunstancias de este universo faciliten el trabajo a los depredadores sexuales. En primer lugar, las actrices trabajan con su cuerpo; es una de las pocas profesiones en las que está justificado que una mujer se tenga que desnudar. Además, las intérpretes deben ser escogidas, una y otra vez, en procesos de casting que las llevan a tener que imponerse sobre otras candidatas. Muchos de los testimonios se dan precisamente en esos momentos de prueba, en los que muchas mujeres se han encontrado con esa pregunta de: "¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar para conseguir tu sueño?".
Porque esa es otra de las circunstancias de las que se pueden aprovechar los abusadores. El trabajo en el cine y en la televisión sigue teniendo un aura de ensueño, una mística por la que muchas personas pueden llegar a jugarse su bienestar de maneras sorprendentes. Los relatos sobre cómo grandes actores y actrices maltratan su cuerpo, se obsesionan hasta el delirio o dejan de lado su vida personal por alcanzar la proyección deseada apuntalan la idea de que el éxito en la pantalla requiere sufrimiento, entrega y sacrificio.
Y todo ello, además, se da en buena parte en un entorno laboral extremadamente jerárquico y de una intensidad total como son los rodajes: encierros de semanas enteras con las mismas personas, un número incontable de horas cada día, en los que la implicación debe ser máxima y la vida real se deja fuera. Y donde, tradicionalmente, los mandamases –productores, directores, jefes de equipo– casi siempre han sido hombres.
No hace falta remontarse hasta un mito como Marisol o a la ya canónica violencia con la que Alfred Hitchcock trataba a algunas de sus musas. Hace poco, la actriz María León le confesaba a Jordi Évole cómo un director quiso propasarse con ella y, lejos de pedirle perdón, le pidió que guardara silencio. El mismo director que, según cuenta la sevillana, hizo que una actriz más joven tuviera que dejar la profesión. Muchas mujeres, como esta última, han descubierto que el sueño les salía demasiado caro.
No sé si seguimos a tiempo de un gran #MeToo en el cine español. Cuando Carlos Vermut se convirtió en la principal cabeza cortada del panorama patrio –alguien con una carrera importante, pero ni mucho menos uno de los grandes nombres que siempre se han rumoreado en los corrillos profesionales–, me da la sensación de que una parte de la industria respiró aliviada. Con alguien medio vistoso placado, hay quien piensa que ya no hace falta revolver más las cosas. Los mismos que confían en que su poder, influencia y buenos datos en taquilla sirvan de parapeto a su historial.
Afortunadamente, cada vez hay más personas (principalmente mujeres) dispuestas a poner los medios para que la cadena de montaje de las películas y series que nos despiertan la imaginación sea un entorno humano, equitativo y seguro para todo el mundo. Está por ver si el cine español, el mismo en el que no hace tanto un casting en el que las candidatas debían quitarse la ropa interior se incluía como simpático extra en el DVD, toma nota de los datos del informe de CIMA y no lo deja pasar, como ha ocurrido tantas veces en el pasado.
Pero apostar por una cultura libre de discursos y estructuras machistas no solo es una cuestión de políticas empresariales y empeños personales. Los espectadores, lectores, oyentes y asistentes a exposiciones también definimos con nuestra atención y con nuestra aportación económica qué proyectos triunfan y a quiénes estamos dando apoyo. Y, como público, no podemos seguir respetando que grandes creadores nos hagan soñar con sus historias mientras las mujeres que las hacen posibles están viviendo una pesadilla.
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