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El milagro y la maldición de pagar pocos impuestos

La economía de Irlanda se ha construido durante medio siglo sobre la base de que las empresas deben pagar pocos impuestos. La falta de recursos cuestiona la sostenibilidad de este modelo

BELÉN CARREÑO

'Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor'. La joven República de Irlanda busca inspiración estos días en uno de sus autores predilectos: Samuel Beckett. El fracaso de su sistema financiero puede ser sólo un error más de los que ha cometido Irlanda en el diseño de un modelo económico desconocido. Lo que está por ver es si la economía irlandesa es capaz de sobrevivir sin la baja fiscalidad para las empresas, que ha sido su característica principal, y que está siendo cuestionada en las negociaciones para su rescate por parte de la UE y del FMI.

La historia moderna de Irlanda nace al tiempo que un gran error económico. Acostumbrado a las penurias, el pueblo irlandés escogió lo que entendió como libertad frente a prosperidad económica, tras su independencia en los años veinte del siglo pasado. Eamon de Valera, el Taoiseach (presidente en gaélico) que llegó al poder en 1932, entendió que la autonomía política tenía como peaje la autarquía económica, y aisló a la isla del resto del mundo. Esta autarquía sumió al país aún más en la actividad agrícola.

Irlanda basa su economía en una baja presión fiscal para las empresas

La economía tocó fondo a finales de los cincuenta y el Gobierno decidió un giro radical. Terminó con el proteccionismo e introdujo medidas como la que, a la postre, se ha demostrado más efectiva: impuestos cero para las empresas extranjeras que invirtieran en Irlanda. A esto se unió la creación de una Agencia de Desarrollo Industrial, que se fijó como objetivo atraer a farmacéuticas y tecnológicas, los sectores que décadas después dibujaron las rayas del tigre celta.

El camino se pavimentó milagrosamente para que Irlanda entrara en 1973 en la Comunidad Económica Europea permitiendo que los subsidios agrícolas y los fondos de cohesión propulsaran la economía. Desde mediados de los setenta, y hasta bien entrados los noventa, las transferencias europeas llegaron a suponer un 4% del PIB del país y contribuyeron a que creciera más del 4% anual durante esa década.

La locomotora frenó en seco en 1980 y el parón duró más de un lustro. Pero Irlanda supo sobreponerse y regresó a un crecimiento incontestable. El éxito, según los políticos, fue lograr un pacto de bajos salarios que mantuvo la inflación a raya. Además, se hizo una apuesta por la educación secundaria y universitaria gratuita. Las empresas extranjeras no sólo encontraban así bajos impuestos, sino también una clase formada y, encima, que hablaba inglés.

La falta de recursos cuestiona la sostenibilidad de este modelo

La posibilidad de poner un pie en Europa en un país anglófono fue un puente de plata para las compañías estadounidenses. En los noventa, el impuesto de sociedades había subido a un exiguo 10% y el efecto llamada había obrado el milagro irlandés. Al calor de los atractivos fiscales fueron llegando Microsoft, Intel, IBM, Dell, Motorola, Merck, Citibank, Diageo, Johnson & Johnson y la última gran conquista, Google, que aterrizó en 2003. Había que estar allí.

Entre 2001 y 2007, 200.000 inmigrantes europeos llegaron a Irlanda. Entre ellos, miles de españoles atraídos por los altos salarios. Irlanda se convirtió en importador neto de médicos, enfermeras y farmacéuticos, con sueldos de unos 90.000 euros brutos al año, y facilidades como tributar, sin cuestionamientos, en la Isla de Man. La riqueza por habitante de Irlanda superó entonces a la media de las economías más desarrolladas y estuvo a punto de atrapar a EEUU.

La especulación inmobiliaria se sirvió en bandeja. Dublín se llenó de torres de viviendas con precios desconcertantes que nadie pudo llegar a pagar. Dinero llamó a dinero, y el ladrillo también se retroalimentó. Anglo Irish Bank, hasta los noventa un banco familiar y pequeño, se especializó en 2004 en financiar promociones inmobiliarias. El resto de los competidores también vieron el nicho en el ladrillo. El mercado financiero se sobredimensionó sobre una masa de créditos sin apenas respaldo real.

El día de San Patricio de 2008, Irlanda perdió su buena suerte. Los fondos de alto riesgo se lanzaron sobre sus bancos e hicieron perder en bolsa en un sólo día mil millones de euros al Anglo. El Ejecutivo no tuvo otra opción que salir al rescate de sus entidades financieras, nacionalizando el Anglo e inyectando grandes cantidades de capital al resto de entidades.

Pero a diferencia de otros países, Irlanda no genera los recursos necesarios para compensar las pérdidas que le pueden acarrear estos rescates. La baja recaudación fiscal (el Impuesto de Sociedades se sitúa en un 12,5%) se ha convertido en su baluarte pero también en su debilidad. Irlanda se resiste a perder el que ha sido el gancho de su atractivo económico desde hace 50 años. Y con él, un orgulloso sentido de la independencia que les llevó a ser la vanguardia de la economía europea.

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