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El paseante airado

El escritor galés Iain Sinclair presenta ‘La ciudad de las desaparaciones’, antología que recopila más de cuarenta años de escritura documental y subversiva frente al poder político y económico del Reino Unido

El escritor galés Iain Sinclair. ALPHA DECAY

MADRID. -Tema serio el de la psicomotricidad. Desde que uno en su más tierna infancia tiene a bien dejar de gatear cual chimpancé y se entrega de por vida –con quizá alguna que otra recaída etílica– al bipedismo, apenas intuye que con un gesto tan aparentemente prosaico como el de caminar está descubriendo el placer más barato que existe –también aquí introduzcan la salvedad que, a buen seguro, ya barruntan–.

Caminar nos recuerda que vivimos en un continuo entre el presente y el pasado, es la forma más antigua de transporte, la que nos proporciona calma, libertad y, llegado el momento, una escapatoria. Los hay que entienden el caminar como un simple trayecto entre dos puntos; peaje cinético que nos acerca a la fotocopiadora, al inodoro o a los brazos de la persona amada. Los hay que, como Iain Sinclair (Cardiff, 1943), van más allá y hacen del pateo una filosofía de vida. No es el único, tampoco el primero, ilustres caminantes fueron también Sebald, Hessel, Thoreau, Baudelaire o la Woolf. Todo ellos entendieron la caminata como un arte.

Sinclair, que lleva cuatro décadas pateando Londres –autovías incluídas–, probablemente sea el escritor vivo más influyente de la cultura inglesa. Su obra, casi inédita en castellano, no solo se ciñe a la narrativa –el galés también se ha prodigado en el cine, el ensayo y la poesía–, y va camino de convertirse en un constructo urbano-mitológico sobre la ciudad de Londres, una suerte de tratado topográfico delirante que rezuma bilis contra los políticos de turno y sus distópicos proyectos urbanísticos. Quizá una de las primeras piezas claves de ese imaginario sinclairiano sea La ciudad de las desapariciones, que acaba de publicar la editorial Alpha Decay, y que nos presenta un cuadro viviente sobre la intensidad de la vida y la cultura a lo largo de dos siglos del barrio de Hackney, nordeste de la ciudad.

“Pertenezco a una generación que en los años 80 recoge la herencia parisina de los situacionistas y la pone a conversar con la tradición británica de los Bunyan, Defoe, Blake o de Quincey, una tradición que entiende la ciudad como un laberinto, un complejo laberinto alucinado”. En latín; lo que hace el bueno de Sinclair es una mezcla de crónica en primera persona, escritura subversiva y de combate, reportaje y ficción. El resultado es un acercamiento a la urbe atendiendo a lo no evidente, a ese trasfondo mágico del espacio y la arquitectura que no se percibe a primera vista y que, simultaneamente, va más allá de lo meramente contemplativo, salpicando la narración de sátira, erudición y mala leche. Digamos que sus caminatas son también un ajuste de cuentas contra ese turbocapitalismo rampante promovido por los gobiernos sucesivos de Thatcher, Major y el New Labour.

El escritor galés Iain Sinclair. ALPHA DECAY

Al bicho se le llamó psicogeografía, vocablo a todas luces apetecible que debió deleitar a los periodistas de la época hasta el punto de que Sinclair decidió bajarse del carro. “De un día para otro hubo una fuerte tendencia por parte de la prensa a aplicar este concepto a absolutamente todo, al simple hecho de andar, digamos que la psicogeografía pasó a convertirse en una marca exitosa”.

En cualquier caso, qué mejor lugar para la psicogeografía que la ciudad de Londres. Inabarcable y críptica como pocas, un revoltijo eterno de calles que casi le cuesta la vida al novelista Peter Ackroyd, infartado al poco de terminar su ambiciosa biografía de la metropoli. Peor suerte corrió el cartógrafo del siglo XVIII Richard Horwood, muerto a la edad de 45, cuatro años después de terminar el más grande y detallado mapa de la capital británica de la época, la obra de toda una vida. “Londres es peligrosa en ese sentido, no cabe duda de que hay cierto riesgo en que se convierta en algo completamente obsesivo, de que el escritor pase a formar parte de la ciudad”, explica lacónico el escritor, que cambia repentinamente su semblante, algo atribulado ahora, motivado quizá por la mala suerte de sus compañeros de viaje.

Desde Hackney con horror

Sinclair llega a Londres allá por el 75 para estudiar cine y por motivos económicos y lúdico-festivos decide asentarse en el distrito de Hackney, al nordeste de la ciudad. “Fue un accidente, era un barrio barato y encontré una casa comunal en la que vivía con muchos amigos. Me pareció desde el principio un barrio inquieto, con una potente cultura de izquierdas, habitado por muchos marxistas. Sentía que podía ser fascinante y oscuro al mismo tiempo”.

El joven aprendiz de cineasta apenas imaginaba que dedicaría buena parte de su obra a contar Hackney, un distrito que, según se mire, sirve de paradigma para explicar la sociología urbana occidental del último siglo y, muy en especial, el fenómeno de la gentrificación. “En aquella época desempeñé multitud de labores, desde tratante de libros de segunda mano a jardinero municipal, todos aquellos trabajos me proporcionaron una visión de la ciudad muy particular y siempre desde abajo, desde el lado de los explotados. Fui testigo de cómo los constructores y gobernantes de turno han dejado tras de sí una ciudad cada vez más dividida entre los muy ricos y los cada vez más pobres que van desapareciendo del mapa”, explica el autor de London Orbital.

Cultura y negocio en la ciudad-marca

Las caminatas de Sinclair se dan de bruces una y otra vez con las vallas que delimitan el gran proyecto olímpico. Tras el ritual y la psicogeografía, la obra del galés se torna más reivindicativa si cabe, hasta el punto de que se convierte en el único intelectual de peso que hizo activismo en contra del proyecto. Además de denunciar la paranoia olímpica, Sinclair pone el foco también en la turistificación de la ciudad y delata la insostenible relación entre cultura y negocio que promueve el poder político de la ciudad. “Existe una noción conservadora y romántica del pasado, simbolizada de forma ridícula, por ejemplo, en ese intento por mantener intactas viviendas de principios de siglo XVIII sin cambiar absolutamente nada”.

Frente a esta visión del pasado, el autor contrapone la historia de un edificio que hizo las veces de circo durante la época victoriana, y que ha ido mutando a lo largo de los años en teatro de musicales, uno de los primeros cines electrificados de Londres, club especializado en música negra durante los 60 y cuna del acid house en los 80. “Cada generación supo encontrar su espacio en este edificio, adaptándolo a sus necesidades, en cambio ahora, fruto del delirio especulador de los Juegos Olímpicos, ha sido vaciado y convertido en un puñado oficinas sin escuchar a la comunidad. No se trata de mantener intacto un edificio, sino de reacondicionarlo para que se pueda seguir utilizando hoy día, algunas veces hay lugares que tienen una historia cultural y social que debe ser respetada”.

Enérgico y pausado al mismo tiempo, el escritor no quiere oír hablar de nostalgia, no va con él. Si acaso un pequeño receso en Gales para describir su tierra natal, los reflejos de una campiña sosegada que le vieron marchar al caos de la urbe. Pero siempre con la cabeza puesta en Londres, consciente de que su labor, como la historia de la ciudad que trata de contar, está en constante cambio. “Mi trabajo tiene más que ver con escribir la historia de las desapariciones, sumergirme en el pasado como una identidad viva, ir más allá de la placa que dice aquí vivió Charles Dickens”.

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