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El PCE ensaya su reinvención

Arranca el XVIII Congreso: mañana comienza en Madrid el cónclave de relanzamiento del partido en una Izquierda Unida apaciguada. Los comunistas abren una nueva etapa en su historia para construir el 'socialismo del siglo XXI'

JUANMA ROMERO

Eran cifras de otra galaxia. Más de 500 periodistas acreditados, delegaciones de 30 partidos comunistas de todo el mundo, 1.500 compromisarios, más de 30.000 militantes y simpatizantes casi en éxtasis en el mitin de clausura, en la madrileña plaza de Vista Alegre.

Eran otros tiempos, claro. Era abril de 1978, cuando el Partido Comunista de España (PCE) celebró su IX Congreso, el primero en la legalidad tras la dictadura, el primero en España después de 46 años. Así se ve la fuerza del PCE, gritaba la multitud. Frente a ella, la mujer que encarnaba y encarnará el mito de la resistencia, del No pasarán, de la heroica lucha antifranquista, Dolores Ibárruri, Pasionaria. Y el hombre astuto, pragmático, que con talante de hierro había conducido al partido a la legalidad, Santiago Carrillo. “El apóstol del eurocomunismo”, como le calificó la revista americana Time en 1977. Eran los tiempos del esplendor.

Ya nada es igual. Mañana el PCE enciende en Madrid el motor de su XVIII Congreso. Sin oropeles ni neones. 552 delegados para 12.558 militantes. Con una veintena escasa de medios como testigos, con un impacto en la sociedad reducido. Y sin embargo, hay noticia, dice el pregón del PCE. Tras años de declive, de vida moribunda, el partido busca ampliar su espacio, convencer con su proyecto, el “socialismo del siglo XXI”, volcado en la construcción de un nuevo modelo de desarrollo, la defensa de los trabajadores y la apuesta por una IU que respira en paz. Un guión endiablado que deberá escribir el próximo secretario general, José Luis Centella, un líder poco líder, adusto, tímido, justo de carisma. Un secretario general nuevo para un tiempo nuevo. 

La historia echó a andar el 15 de abril de 1920. Ese día, el Comité Nacional de las Juventudes Socialistas se adhirió a la III Internacional –la Internacional Comunista (IC)– y rompió su ligazón con el PSOE. Nació así el Partido Comunista Español. Un año más tarde, otro grupo de socialistas se escindió y alumbró el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Convivían dos organizaciones mellizas, que se llevaban a matar. La IC impuso la fusión. Fue trabajosa, pero cuajó. Desembocó en el I Congreso, en marzo de 1922. Desde entonces, sólo habría un nombre, el Partido Comunista de España. Al frente, el primer secretario general, Antonio García Quejido, reemplazado al cabo de un año por César Rodríguez.

El PCE de aquellos años era pequeño. Minúsculo. Condenado pronto al exilio por la llegada de la dictadura de Primo de Rivera. Un partido “sectario”, como admiten todos los historiadores, plegado en sí mismo, con exigua influencia en el movimiento obrero y a las órdenes de un nuevo líder, José Bullejos (1925-1932). “Con los comunistas, ni los buenos días”, afirmaban entonces los socialistas, recoge Rafael Cruz, profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Para este politólogo, ya apuntaba uno de los rasgos definitorios del PCE: su voluntad de “vampirizar al PSOE”, de cómerselo.

El ostracismo se rompería mediados los años 30. No con el advenimiento de la República, que el PCE despreció, sino cuando la República comienza a flaquear, con la llegada de las derechas al poder. José Díaz, el nuevo líder (1932-42), pilota la “estrategia unitaria”, la convergencia con otras fuerzas de izquierda en el Frente Popular.

La Guerra Civil catapultó al PCE. Le consagró como “el partido de la guerra”, el de todos, abierto. Se convirtió en el primer defensor del Estado republicano, el adalid de la política de unidad y la cohesión del Frente Popular. “El PCE aparca su sueño revolucionario para ganar la guerra y resistir, por lealtad a la República, como empujaba la URSS de Stalin, que quería evitar la II Guerra Mundial”, elogia el historiador Manuel Bueno. Los expertos subrayan el “incontestable acierto” de una estrategia que se tradujo a números. Si en 1935 el PCE contaba con 5.000 afiliados, en marzo de 1937 ya tenía en torno a 250.000.

La lucha continuaría tras la derrota. El PCE, comandado desde 1942 por Pasionaria, mantuvo viva la llama guerrillera, los maquis, como método para derrumbar un régimen que podría caer si los Aliados vencían al fascismo. El partido se contagió de las “técnicas más negras del estalinismo”, lamenta Carme Molinero, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Son años de purgas internas.

Pero la misma Pasionaria impulsaría desde 1948 un giro táctico clave, que culminaría en 1954 con la adopción de la “política de reconciliación nacional”, que la doctrina rotula como el segundo gran éxito del PCE tras su estrategia unitaria en los 30. Ibárruri y Carrillo –el secretario general desde 1960– promoverán el entrismo, la infiltración en el franquismo, en su aparato sindical, en el movimiento vecinal y estudiantil para, desde ellos, organizar la lucha.

La reinvención del PCE desencadena, para Molinero, dos hechos. “Uno, dejar atrás la Guerra Civil. Y dos, acercarse a los jóvenes hijos de los vencedores”, que miraban con displicencia el devenir de la dictadura. Y es que el partido no es ajeno a la nueva estructura social, como advierten el sociólogo Jaime Aja y el economista Eduardo Sánchez, expertos ambos de la Fundación de Investigaciones Marxistas, dependiente del PCE.

“Se lanza la alianza con las fuerzas de la cultura y el trabajo. España ha cambiado. Se suceden la emigración del campo a la ciudad, el nacimiento de una clase trabajadora y una pequeña burguesía distinta, que ve cómo el régimen bloquea la economía y reprime a la disidencia”, explican.

El PCE agita la movilización social y política contra Franco, se expande en pequeñas células por todo el país para sumar fuerzas, y garantizar la “ruptura democrática”. El PCE crece, se hace enormemente poroso. Es “el partido del antifranquismo, el partido a secas”, repite Molinero y su colega de la UAB Pere Ysàs.

Carrillo engarza la política de reconciliación con el eurocomunismo, una versión heterodoxa del comunismo, y que implica el radical distanciamiento de la URSS y la asunción de la democracia parlamentaria. Se le fue la mano, según sus críticos. “Desarmó ideológicamente” al PCE, señalan Sánchez y Aja.

El partido de células mutó a un partido más institucional, gobernado por un aparato que Carrillo dirigía de forma “autoritaria”. El sitio en la democracia costó “demasiado” al PCE: la renuncia de los símbolos –la República, la bandera– y hasta el discurso –el abandono del leninismo en 1978–. El eurocomunismo, resume Paco Erice, historiador de la Universidad de Oviedo, “significó subalternidad al PSOE”.

Para Ysàs, Carrillo erró no tanto en sus grandes líneas estratégicas, sino en su “política benevolente hacia UCD, los Pactos de la Moncloa...” y sobre todo por “cómo estas decisiones fueron adoptadas, sin apenas debate interno”.

Luego vendría la crisis. Una crisis devastadora con muchas raíces: la debacle electoral de 1982 (4 escaños frente a los 23 de 1979), la gestión del secretario general, la división entre carrillistas, renovadores y prosoviéticos, la desvertebración interna.

En 1986, el nuevo líder, Gerardo Iglesias, promueve la creación de la plataforma electoral Izquierda Unida. Otra vez la alianza con los otros. Julio Anguita asienta la marca, la lleva hasta su apogeo en 1996 (21 diputados). Pero costó desgarros internos y la percepción, no del todo falsa, de la pinza con el PP. Las bases no lo entendieron. Lo castigaron. En 1999, IU pasó de 9 a 4 eurodiputados; de 3.493 concejales y un 11,68% de los votos a 2.295 ediles y un 6,52% del total. Y en las generales de 2000, ya con Francisco Frutos de candidato, IU se hundió hasta los ocho escaños en el Congreso. 

El relevo de Anguita en el PCE por Frutos, en 1998, traería más guerras intestinas, esta vez por la oposición a la IU posibilista de Gaspar Llamazares, que llegó a la coordinación general en 2000, en la VI Asamblea Federal. Así hasta el XVIII Congreso, el del relanzamiento. Una proeza que Rafael Cruz ve difícil, “por el peso de las siglas”. “Debería reciclarse, cambiar de nombre, soltar lastre”, apunta.

Otros lo juzgan innecesario. Importa más que preserve su ADN, que desguazan  Ysàs y Molinero: “Procurar la liberación social, una sociedad igualitaria y libre, la voluntad de cambio”. El PCE confía en ayudarse de esa muleta para sacar cabeza. Y necesitará al que es su gran capital, según Manuel Bueno: la “militancia, los hombres y mujeres que lucharon para conquistar un mundo mejor”.

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