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El malvado machista

016. Teléfono de atención a víctimas de violencia de género. Es gratuito y no deja rastro en la factura.

JAIME MONTERO ROMÁN*

*Jaime Montero Román es abogado

Desayunábamos esta semana con las opiniones nada menos que de un magistrado del Tribunal Supremo con respecto a las causas de la violencia de género. Según él, había que buscar la explicación de las más de 40 muertes anuales de mujeres a manos de sus parejas o exparejas en la maldad intrínseca del ser humano, unido a la mayor fuerza física del hombre respecto de la mujer.

Añadía el magistrado, a modo de corolario: “Si la mujer tuviera la misma fuerza física que el hombre...no pasaría esto.”

El análisis del juez tiene la belleza de lo simple: sólo maltrata el que quiere y puede, sólo roba el que quiere y puede; sólo delinque, en definitiva, aquel en el que coincide la voluntad de delinquir y la capacidad de perpetrar el delito, sin ninguna otra consideración.

Parece evidente que la voluntad y la capacidad del delincuente son condiciones sine qua non del delito —en este caso el maltrato de género— porque quien no tenga la capacidad, o la voluntad, de delinquir, no cometerá un crimen doloso. Pero estos factores no alcanzan a explicar las más de 36.000 denuncias de maltrato que se recibieron en los Juzgados de Violencia sobre la Mujer en el último año, ni cada una de las mujeres víctimas mortales de violencia de género. Por ello, el análisis, si quiere merecer ese nombre, no puede quedarse en la afirmación de lo obvio, sino que debe adentrarse en las causas de ese comportamiento criminal.

Ha de partirse, entiendo, de la evidencia de que el maltrato del prójimo deriva de la cosificación de ese mismo prójimo, de la negación al maltratado de la condición de persona, sujeto de derechos irrenunciables, y titular de una dignidad inherente a su condición de ser humano.

Al contrario de lo que opina el magistrado, creo que la educación juega un papel esencial a la hora de enseñar a los niños y niñas a ponerse en el lugar del otro, y por tanto a reconocerle los mismos derechos de que uno disfruta, entre otros, el derecho a ser respetado y a no ser agredido, física o psicológicamente.

Precisamente por eso es importante la educación en igualdad: los niños y niñas que crezcan educados en igualdad de género serán, a mi juicio, más capaces de reconocer sus mismos derechos al resto de personas con independencia de su género y, por ello, menos proclives a maltratarlas.

No debemos olvidar, en este sentido, que los delitos de violencia de género son sólo la expresión más brutal e infame (aquella que es penalmente reprochable) de la estructural desigualdad de género en nuestra sociedad: el techo de cristal que padecen las mujeres, la discriminación salarial, la casi exclusiva dedicación al cuidado de la familia o a las tareas del hogar, la hipersexualización del cuerpo de la mujer, los juguetes reproductores de los roles de género tradicionales, los piropos, los juicios de valor diferenciados sobre las conductas sexuales de unos y otras, y una largo etcétera, son también expresiones de una sociedad, la nuestra, desigual por razón de género, pero que no vienen contempladas en el Código Penal.

Podemos, por ello, afirmar que nacemos, vivimos y nos educamos en una sociedad desigual por razón de género, o dicho de un modo más sencillo, machista, y en ella, nos guste o no, desarrollamos nuestra personalidad y nos convertimos en lo que somos.

Y es en el marco de esa sociedad machista en la que se dan multitud de pequeñas discriminaciones cotidianas, denominadas usualmente micromachismos, de las que muchas veces tanto hombres como mujeres no somos ni siquiera conscientes. Algunas de ellas, más evidentes, como las mencionadas en el párrafo anterior, actualmente en el punto de mira del debate social. Otras, las más extremas, que vienen recogidas en nuestro Código Penal como delitos, que son aquellas a las que se refería nuestro magistrado.

Plantear, por ello, el fenómeno de la violencia machista como algo exclusivamente dependiente de la maldad de la persona que la perpetra, y aislado de la situación de desigualdad estructural de la mujer en nuestra sociedad, supone ignorar la raíz del problema, que a su vez es el modo más seguro de propiciar la perpetuación las conductas que a todos, incluido evidentemente el magistrado aludido, repugnan.


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