madrid
El hilo conductor de la historia de China en los últimos 150 años es su permanente creencia en la ciencia como el camino a la riqueza y el poder, un camino que ha recorrido aceleradamente tras la apertura a la influencia occidental hace poco más de 40 años hasta convertirse en el país que publica más artículos de investigación. Es lo que afirma la historiadora Shellen Wu al trazar la reciente historia del país que acaba de celebrar 70 años de régimen comunista y en el que se alcanzaron hace muchos siglos hitos como el papel, la imprenta, la brújula y la pólvora.
Wu sitúa el inicio de la etapa moderna de esta creencia en 1978, cuando, muerto Mao, Den Xiaoping lanzó la política de las cuatro modernizaciones, refiriéndose a la agricultura, la industria, la defensa, y la ciencia y la tecnología. En las décadas siguientes, “la economía china ha llegado a parecerse exteriormente a la de un país capitalista”, recuerda Wu, pero la política de Mao de control desde arriba sigue vigente y la centralización ha facilitado dirigir las inversiones estratégicas en sectores concretos, como la robótica y las comunicaciones móviles.
Mientras tanto, de 1978 a 2018, 5,86 millones de estudiantes chinos salieron a formarse en el extranjero, añadiéndose así China a los usos y costumbres de la sociedad moderna sin que, afirma Wu, los chinos sean conscientes en su mayoría de la importancia de las ideas de fuera para su desarrollo en ciencia e ingeniería. En los últimos años se han dedicado grandes cantidades de dinero a atraer a los científicos de vuelta a su país, que avanza rápidamente ya como potencia científica, aunque con los problemas de todo rápido crecimiento. La calidad de los artículos científicos es muy variable y todavía no homologable al del resto de las potencias científicas, y la fijación en repetir hitos espaciales ya conseguidos por otros países tiene un barniz nacionalista de difícil justificación.
Hay una situación que distingue a China de cualquier otro país desarrollado científicamente y es el gran poder y riqueza de su academia de ciencias, que le da autonomía, analiza la revista Nature. La Academia de Ciencias China, además de recibir dinero del Estado para la investigación, es propietaria total o parcialmente de más de 30 empresas o conglomerados, emplea a muchos miles de personas y sus institutos participan en proyectos en numerosos países. En parte esto es porque se le ha otorgado el papel de brazo científico del enorme programa de infraestructuras para países en desarrollo que inició el Gobierno en 2013, conocido como La Ruta de la Seda. Es el mismo Gobierno que ahora tiene más difícil controlar a los científicos que en décadas pasadas, precisamente por la autonomía que ha conseguido alcanzar su organismo centralizado sin entrar en conflicto directo con las autoridades. Una proeza que los científicos de otros países con Gobiernos autoritarios, o incluso democráticos, seguramente envidian.
La sensación de las élites de que el país estaba muy atrasado por su retraso científico fue una constante desde principios del siglo XX, cuando se empezó a trabajar en desarrollar la agricultura, la genética, la biología y la química, entre otras áreas, recuerda la historiadora Wu en Nature. Ya entonces, los principales impulsores eran científicos que se habían formado en el extranjero, pero la política nacionalista siempre ha tenido una complicada relación con la investigación y eso pasó también en China. Por eso, los científicos se fueron inclinando hacia la construcción de una ciencia específicamente china, algo que a medio plazo no tiene sentido puesto que la ciencia es el sector más internacionalizado de todo el conocimiento.
El eslogan “Salvemos China a través de la ciencia” se hizo muy popular, especialmente durante la invasión japonesa a partir de 1937, cuando muchos científicos se unieron al Gobierno resistente como una reacción patriótica. “La voluntad de resolver los problemas nacionales a través de la ciencia prevalecía incluso antes de 1949, que fue cuando la ideología marxista priorizó lo aplicado sobre lo teórico”, recuerda Wu, quien asegura que la versión oficial de lo que pasó después – el nacimiento de una Nueva China- pasa por alto que continuaron los esfuerzos de desarrollo científico aunque con muchas dificultades. La colaboración soviética se centró en el desarrollo industrial y temas como las teorías de Einstein pasaron al olvido oficialmente. Los científicos tenían que demostrar continuamente que trabajaban para que las masas vivieran mejor y consiguieron algunos éxitos notables, como el arroz híbrido que llevó a la revolución verde en ese país. También se fomentó la formación y participación de las mujeres.
Hubo sectores estratégicos que se libraron casi por completo de la desastrosa Revolución Cultural maoísta, como los de defensa y aerospacial, de forma similar a lo que pasó en la Unión Soviética en la era de Stalin. Por eso China es una potencia nuclear desde 1964 y lanzó su primer satélite con éxito en 1970, pero hace 50 años la ciencia en China estaba en mínimos. Wu, sin embargo, asegura que la idea de que la ciencia y la tecnología son la base de la sociedad moderna no llegó a desaparecer.
El ensayo de Wu forma parte de una serie de artículos de historiadores de la ciencia lanzada por Nature con motivo de su 150 aniversario para subrayar la importancia de conocer el pasado, de mirar hacia atrás a largo plazo para explorar un edificio, el del conocimiento, que se construye ladrillo a ladrillo y siempre sobre la base anterior. El primer artículo recuerda la historia de la ciencia moderna, ligada al imperialismo occidental, en la que los Estados han sido los principales financiadores por tener clara la idea de que la ciencia es la base del desarrollo que permite competir en el mundo moderno. Una situación que, recuerda su autor, David Kaiser, ha entrado en crisis al intervenir crecientemente la financiación privada en países como Estados Unidos y algunos europeos.
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