SIN SPOILERSOdiar (comprender) a los ricos: la paradoja de 'The White Lotus'
En un mundo marcado por la desigualdad, las series de televisión nos ofrecen una visión tan irresistible como incómoda: vidas de secretos y excesos que rechazamos y anhelamos a partes iguales.

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Nunca habíamos estado tan lejos de los ricos. Ni tan cerca. Desde el sofá de casa, vemos cómo visten, cómo aman, cómo lloran. Ellos habitan hoteles exóticos, mansiones con vistas y retiros espirituales; nosotros compartimos memes sobre la inflación. Nos reímos de sus contradicciones, criticamos sus privilegios, pero seguimos ahí, pegados a la pantalla.
Mientras el coste de la vida se dispara y las oportunidades se concentran en unas pocas manos, las plataformas nos ofrecen un menú continuo de ficciones sobre quienes habitan las alturas económicas, mostrándonos la opulencia en términos casi litúrgicos: con reverencia visual, con tiempo para contemplar un vestido, una lámpara o una expresión contenida tras unas gafas de sol de marca. Eso despierta una ambivalencia harto inquietante, entre el desprecio moral y el deseo callado.
The White Lotus ha sabido convertir esta dicotomía en una experiencia estética y moral completa. Ambientada en resorts donde las élites pasan sus vacaciones en compañía de sirvientes invisibles, la serie de Mike White disecciona las miserias del privilegio vacuo. No hay héroes, apenas víctimas. Lo que sí abunda es el ego: mujeres que se consideran feministas mientras desprecian a las empleadas del hotel, hombres inseguros que fingen autoridad, parejas que se destruyen en silencio mientras contemplan el atardecer desde una piscina infinita. Y todos ellos traspasan la caricatura para resultar profundamente humanos, obligándonos a aceptar una parte de nosotros mismos que preferiríamos ignorar: la que desea lo que tienen, imagina qué haría en su lugar y hasta se reconoce en sus errores.
No es casual que muchas de estas producciones transcurran en lugares donde los ricos no trabajan: están de vacaciones, en celebraciones, en retiros de salud o simplemente aislados en sus palacios. Son burbujas de exclusividad. En Nine Perfect Strangers, los personajes acuden a un retiro de bienestar para superar sus traumas mediante métodos poco ortodoxos. Lo interesante no es tanto la crítica al cuestionable negocio como el hecho de que algunos pueden permitirse buscar sentido a la existencia mientras otros luchan por llegar a fin de mes. La espiritualidad, la introspección y el cuidado personal son meras ostentaciones. Asimismo, en La pareja perfecta y la muy superior Big Little Lies, el esplendor visual de las mansiones familiares —esos ventanales que dan al mar, esos desayunos orgánicos, esos SUV brillantes— choca de lleno con la violencia emocional que atraviesa a sus protagonistas. Esas vidas ideales, repletas de intrigas, traumas y contradicciones, siempre aparecen hermosamente enmarcadas, como si el dolor también pudiera ser objeto de deseo. ¿Y quién es la estrella de las tres series recién mencionadas? Nicole Kidman, cuyo atractivo pero artificioso rostro refleja los claroscuros del éxito.
El contraste entre forma y fondo —entre beldad y podredumbre— es clave para entender nuestra obsesión con esta tendencia televisiva. Las críticas al clasismo, al racismo, al machismo o al propio capitalismo no evitan que disfrutemos del espectáculo de un vestidor lleno de Chanel o de una suite que cuesta más de lo que ganamos en un año. El tratamiento visual, casi reverencial, convierte estos escenarios en algo hipnótico: la belleza actúa como un filtro que suaviza la denuncia. Así, Downton Abbey y La edad dorada muestran con detalle pornográfico los banquetes, los salones y los vestidos de la alta sociedad de los siglos pasados mientras trazan historias de exclusión social. El creador de ambas es Julian Fellowes, un hombre de rancio abolengo. Sin embargo, no llegamos a alterarnos, ya que también hay placer en el exceso ajeno. El lujo, como la catástrofe, atrae.
Las críticas al clasismo, al racismo, al machismo o al propio capitalismo no evitan que disfrutemos del espectáculo de un vestidor lleno de Chanel o de una suite que cuesta más de lo que ganamos en un año
Y no es una cuestión de voyerismo. Estas series permiten algo más íntimo: proyectarse. Si bien hay una pulsión crítica —nos molesta el modo en que las clases altas ignoran el mundo, cómo ejercen el poder sin rendir cuentas, cómo todo les está permitido—, también hay una ilusión subyacente: la de que, si tuviéramos su patrimonio, sabríamos hacerlo mejor. No seríamos tan crueles, tan superficiales, tan mezquinos. Seríamos ricos éticos, lúcidos, altruistas. Una fantasía tan humana como peligrosa: el poder sin su precio, el lujo sin su sombra.
Para bien y para mal, la mayoría de estas series se encargan de dinamitar esa ilusión: el dinero transforma incluso las mejores intenciones. En The Crown, Su majestad y Jóvenes altezas, la realeza aparece como víctima y verdugo de su propia condición, atrapada por una sobreprotectora maquinaria institucional que la deshumaniza. Y ese doble papel —privilegiados y presos— es fundamental para entender por qué estas ficciones nos afectan: no van solo sobre los millonarios, sino también sobre lo que significa tenerlo todo y seguir sintiéndose incompleto. Un consuelo que no deja de antojarse desesperanzador.
Esta tensión permanente entre distancia moral y proximidad emocional expone un fenómeno cultural con múltiples capas. Nuestras propias aspiraciones salen a la luz. En tiempos de precariedad, la televisión nos permite acceder simbólicamente a un mundo vedado. Quizá nos burlemos de los ricos —por ridículos, por inconscientes—, pero envidiamos su impunidad. Se equivocan una y otra vez y, aun así, no llegan a caer. Siempre hay una red, un apellido o un capital simbólico que los salva. Arruinan su vida, no su estatus.
¿Es moralmente problemático pasarlo bien con estas series? Quizá sí. Aunque también profundamente revelador. Ya que, en el fondo, no las vemos para criticar a los ricos, sino para preguntarnos, en silencio, qué haríamos en su lugar. Y la respuesta es bastante más perturbadora de lo que estamos dispuestos a admitir. Por eso The White Lotus es tan eficaz, porque no se conforma con mostrarnos la decadencia ética del privilegio, sino que nos empuja a aceptar que dicho privilegio, de estar a nuestro alcance, nos tentaría igual. No con los mismos gestos ni con la misma falta de conciencia, pero sí con el mismo deseo de evitar las molestias, de preservar la estabilidad, de comprar un pedazo de paraíso y cerrarle la puerta a quien no puede pagarlo.
Y es que, aunque estas series se presentan como sátiras del poder, ante todo son ejercicios de seducción. Nos invitan a contemplar la desigualdad a través de encuadres cuidados, decorados sublimes y bandas sonoras envolventes. El dolor de quienes habitan las esferas económicas se vuelve consumible, casi aspiracional, si se muestra con el envoltorio adecuado. Ahí reside su ambigüedad, así como nuestra incomodidad: son críticas que nos entretienen, conmocionan y fascinan. Como espectadores, no solo juzgamos: también participamos del juego. Al fin y al cabo, odiar a los ricos es solo una forma elegante de fantasear con su posición, pero sin remordimientos.

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