Este artículo se publicó hace 4 años.
'Los inocentes', cuando la soledad se convierte en grito
El director salmantino Guillermo Benet estrena en el Festival de Cine Europeo de Sevilla su ópera prima, una cinta sobre la incomunicación generacional y la imposibilidad de alcanzar una verdad social compartida.
Madrid-Actualizado a
"Creo que he matado a un tío". Semejante confesión, imposible de pronunciar si no es a bocajarro, rompe a Los inocentes en dos. Dos mitades separadas por una pedrada mortal y un silencio que arrulla. El resto es culpa y soledad. Pero vayamos por partes; primero va el desalojo de un concierto en un centro social, después las cargas policiales, el desorden y la huida. El suspense viene patrocinado por tremendo perolo y el desenlace por su impacto en la testa de un madero. Podría ser el final, de hecho tiene algo de conclusivo (al menos para el agente), pero en Los inocentes es el principio de un viaje al centro de la mierda. Un monumento a la cobardía y la ambigüedad moral, extremadamente humano, tan humano que apesta y seduce al mismo tiempo.
Los más avezados ya habrán intuido algún parentesco. En concreto con el desalojo en Barcelona en febrero de 2006 del edificio Palau Alòs, hasta entonces okupado. El operativo policial se saldó con uno de los agentes gravemente herido y varios jóvenes detenidos, que fueron condenados e ingresaron en prisión por su supuesta relación con lo sucedido. El 26 de abril de 2011, Patricia Heras, una de las encarceladas, se suicidó durante un permiso penitenciario. La versión oficial pronto fue haciendo aguas y el runrún de un montaje policial y judicial con varias víctimas inocentes terminó por estallar. Ciutat Morta, documental que vio la luz en 2013, ahondaba en el reverso de un relato oficioso hecho a base de remiendos.
Los inocentes surgen de un punto de fuga de aquella investigación; un mail dirigido a un periodista que seguía el caso desde su origen y en el que, de manera anónima, alguien confesaba saber la identidad del verdadero agresor que no fue juzgado. La esperada revelación nunca llegaría pero aquel correo avivó la curiosidad del director salmantino Guillermo Benet. La misiva anónima abrió la puerta a Los inocentes y, de paso, a una cascada de preguntas sobre la identidad, la amistad y la culpa.
De repente, el enigmático correo se convertía en una sugerente nota al pie del relato principal, una derivada que daba acceso a la otra historia, la historia oculta de los verdaderos artífices y sus encubridores, una historia que Benet ha querido rescatar a través de la ficción y que han encarnado los actores Pablo Gómez-Pando, Violeta Orgaz, Pilar Bergés, Raúl de la Torre, Susana Abaitua y Olivia Delcán.
Benet: "El miedo y la culpa que imaginé en los huidos me condujeron a la soledad"
"Me pareció interesante intentar entender el proceso humano que había detrás de aquel silencio, quién o quiénes conocían esa información, cómo se habían relacionado entre ellos, qué clase de vínculo habían labrado y, en definitiva, cuáles eran los mimbres de ese pacto de silencio que se había generado entre ellos", explica el director. Con el miedo y la culpa como materia prima, Benet y los suyos fueron cincelando, a tientas, algunas de las vetas que luego han conformado Los inocentes: "Me di cuenta de que ese miedo y esa culpa que imaginé en los huidos me llevaban irremediablemente a la soledad, una soledad que surge, además, en un momento en el que tienes que agarrarte mucho al grupo", evoca Benet.
En efecto, la soledad, pero no una de andar por casa sino al por mayor, en palés. Una soledad que, según Benet, nos define como generación precisamente por su contraste con la hipercomunicación y el cacareo constante en redes: "Junto a los muchos procesos comunicativos que establecemos con las personas que nos rodean y con nuestro contexto, hay una parte de nosotros que la vivimos en soledad a través de nuestra voz interior, y es que al final la comunicación nunca es óptima al cien por cien". Ese distanciarse del mundo, esa parte no revelada de lo que somos (o creemos ser), lo verdaderamente íntimo, ya sea por inconfesable o por indescifrable, es la última frontera que nos separa de los otros. Un límite que en Los inocentes se convierte en decisión formal apostando por el formato 1:1, potenciando así el fuera de campo y separando al protagonista del resto del mundo.
La verdad no existe
Los inocentes pretende impugnar también cierta idea de verdad, una verdad totémica capaz de dictaminar sin apenas discrepancias lo acontecido. Aboga, en cambio, por una versión menos soberbia de la verdad, sustentada en puntos de vista, en verdades infinitesimales que configuran ese tableau vivant que es el pasado. "La sensación creciente es de que quizá es posible atrapar la verdad del presente, pero en cuanto el presente se convierte en pasado, la verdad termina por deshacerse".
"En cuanto el presente se convierte en pasado, la verdad termina por deshacerse"
Los personajes de Los inocentes han compartido espacio y tiempo, pero poco más. Emprendieron la misma huida porque escapaban de lo mismo, compartían antagonista, pero no han vivido lo mismo porque estaban solos, cada uno en su cabeza. En consecuencia nunca serán capaces de ponerse de acuerdo y por mucho que lo intenten, la comunicación de su experiencia nunca será completa. "Tenemos una idea de verdad, pero no deja de ser una ilusión de verdad, una aproximación personal a lo sucedido", apostilla Benet. Quizá por ello, Los inocentes se retuercen buscando una verdad que no encuentran, una coartada imposible para un relato que ya no es único, porque está hecho pedazos.
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