Este artículo se publicó hace 13 años.
"La muerte ha dado color a mi vida"
Claude Lanzmann, director de cine. El autor del legendario documental ‘Shoah' publica ahora en España su memorias, ‘La liebre de la Patagonia'
Claude Lanzmann duerme y es mejor no despertarle. "Si no, estará de mal humor y acabará siendo peor", aconseja su esbelta secretaria en el despacho de su domicilio particular. Del escritor y cineasta francés, uno ha oído todos los males: ególatra, autoritario, de humor iracundo y alérgico a los periodistas. La sorpresa llega cuando despierta de su siesta y se presenta con una amabilidad que parece sincera. ¿Es este hombre pequeño y redondo el ogro megalómano que describen con la misma intensidad sus amigos y enemigos? Lanzmann publica La liebre de la Patagonia (Seix Barral), una larga autobiografía donde el autor de Shoah, legendario documental de nueve horas sobre el Holocausto, examina con estilo novelesco una vida excepcional.
Ha escogido a la liebre como álter ego. ¿Su vida también ha supuesto una huida permanente?
Mucha gente ve a las liebres como animales asustadizos. Yo las encuentro bellas y nobles. La naturaleza de la liebre es correr. La huida es su arma. Cuando rodé Shoah, en el crudo invierno de Auschwitz, observé a dos liebres que lograban escapar por debajo de la reja que en otro tiempo estuvo electrificada. Me gustaría creer que el millón de judíos que murieron allí se reencarnaron en esas liebres.
¿Describiría este libro como unas memorias?
"No sé qué habría hecho ante la tortura; no sé si hubiera dado mi vida por una causa"
Es un término que no me convence, porque no se ajusta a lo que he escrito. Y tampoco me gusta que se diga que me he presentado como un héroe, ya que no lo soy. En mi vida ha habido momentos de gran cobardía. Durante la guerra, compañeros de la Resistencia se suicidaron para no tener que hablar al ser capturados. Siempre me he preguntado qué habría hecho yo ante la tortura. No sé si hubiera dado mi vida por una causa.
Más que héroe, se presenta como un personaje novelesco.
Eso ya me gusta más. He tenido una vida novelesca, impulsada por los desafíos. En el fondo, este podría ser un libro de aventuras. Me costó muchos años escribirlo. Siempre terminaba dejándolo para otro día. Y no por pudor, sino por pereza. No estaba seguro de querer contar todas estas cosas tan íntimas. Muchas terminaron saliendo contra mi voluntad.
¿Por qué lo publica ahora?
No es porque la muerte se aproxime, si es lo que quiere decir. No tengo conciencia de tener 85 años y siento que sigo teniendo tiempo. Aunque la muerte siempre ha tenido una presencia importante en mi vida e incluso le ha dado color.
¿Es más fácil olvidar que recordar?
Sí. Recordar supone un auténtico trabajo. La memoria no surge sola, se tiene que construir. Por ejemplo, Shoah surgió de la nada. No había qué filmar porque no existía ningún testimonio, así que tuve que inventarlo todo. Fueron años muy sombríos. Nadie quería producir una película de nueve horas a lo largo de 12 años. Y fue muy duro convencer a los protagonistas. Me trataron de sádico. Pero era una responsabilidad.
Dice que siempre supo que era judío, pero que nunca lo entendió hasta que rodó Shoah'.
Nunca me educaron a la manera judía, así que desconocía la tradición. Mi padre nunca me llevó a una sinagoga. Y el antisemitismo previo a la guerra fue muy violento, lo que me terminó afectando incluso a mí...
Y cuenta que se avergonzaba de su madre por su tipología judía.
Tartamudeaba y tenía una nariz que hoy encuentro bellísima, pero que entonces me daba vergüenza. Era muy complicado. Nos abandonó cuando yo tenía 9 años, porque no se veía como madre de familia. Pero nunca estuve molesto con ella. Al revés, la entendí. Mi madre fue pionera. Para dejar a tu marido y a tus tres hijos en 1934, hay que tener un coraje y una libertad formidables.
¿Fue favorable a la creación de Israel desde el primer momento?
Al principio no me decía gran cosa. Pero, cuando visité Israel por primera vez, en 1952, sentí una especie de pertenencia nacional. Lo que se cuenta sobre Israel no es cierto. Existe una gran diabolización. Se trata de la única democracia de Oriente Próximo, donde la ley cuenta y se respeta. Y el ejército israelí no está formado por bandidos y brutos, como se suele decir. Podría haberme quedado en Israel toda la vida.
¿Por qué no lo hizo?
Porque me acosté con Beauvoir la noche antes de marcharme. Recuerdo que la invité al cine, pero nunca nos marchamos de su casa, un diminuto estudio frente a Notre Dame. Hicimos el amor y me contó su vida sentimental. Tenía una confianza tan increíble en la relación que terminó comprometiéndome. A mí me daba algo de miedo, pero regresé a París. Insistió en que lo hiciera.
¿Fue usted el hombre de su vida?
No, ese debe de haber sido Sartre. Pero yo fui el único con quien vivió conyugalmente. Seguía trabajando con Sartre, pero ya no tenían relaciones sexuales. No se crea que fue una orgía. Nunca lo hubiera aceptado, ni ellos. Lo terminamos dejando porque me enamoré de otra mujer. Beauvoir quiso compatirme tres noches a la semana, pero la otra no quiso oír hablar del tema [risas].
En el libro escribe sobre la brutal transformación de París. ¿Siente un desarraigo?
Es difícil observar cómo los sitios que siempre hemos conocido desaparecen. En uno de mis cafés favoritos han abierto una tienda de Armani. No hay un desarraigo, pero sí cierta perplejidad.
¿Estar familiarizado con la muerte desde pequeño explica una existencia tan intensa?
Tras el suicidio de mi hermana, alguien me dijo: "No te preocupes, la vida gana siempre". Tenía razón, porque ya no pienso en ella cada día. Y al mismo tiempo se equivocaba: no me he olvidado de nada. Pero es verdad que sin la pulsión de la vida, es imposible seguir adelante. Sólo existe la vida. No creo en el más allá, esa gigantesca construcción.
Además de la historia, ¿qué otros asuntos le gustaría abordar?
El amor y el sexo, para poder decir que son las cosas más importantes que existen en la vida.
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