Verano porteño (8)
En su búsqueda de respuestas, Roberto Esteban acude al Oso Panda a charlar con su viejo amigo Sebas.
Este es el octavo capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

-Actualizado a
Cuando aparcamos frente al Oso Panda, invité a Amadeo a que pasara y tomara una copa, pero me explicó que prefería esperar afuera. De modo que entré solo y volví a extrañarme al apartar las cortinas y encontrarme el local remozado después de que los búlgaros lo destrozaran. No terminaba de acostumbrarme a la barra de níquel, ni al color cremoso de las paredes, ni a la pantalla plana con diecisiete mil canales. Lo peor es que Sebas tampoco se acostumbraba. Al igual que yo, echaba de menos la penumbra, los ornamentos fósiles, los ajados carteles de policíacos en blanco y negro, la tonalidad oscura de las paredes que le daban a su garito el empaque de un Rembrandt. Incluso había tenido que descolgar una reproducción barata de El grito, de Munch —comprada por cuatro duros en el Rastro— porque decía que ahora, con esa luz, parecía un personaje de dibujos animados.
-Querido —dijo, sin apartar la mirada de la tele—. ¿Qué te trae por aquí?
-Lo de siempre.
Le conté los detalles por encima: la pelea en la barbería de Belgrano, la desinfección de los yonquis ruidosos del tercero, la reunión de la comunidad de vecinos. Sebas atendía mi charla por un oído y a las andanzas de un tipo enorme con gabardina paseando bajo la lluvia por el otro.
-Este canal de clásicos es la hostia en bote, debo reconocerlo. Qué grande era Mitchum, coño.
-Y la película mía, ¿te suena?
-Viviendas turísticas. Unos matones que intentan desalojar a hostias a los honrados propietarios de un inmueble en lugar de desalojar a unos okupas. Me suena bastante, sí. Sobre todo, por esa zona de La Latina.
Una pareja lo reclamó desde una de las mesas del fondo y, mientras Sebas la atendía, me quedé observando las idas y venidas de Mitchum envuelto en su tristeza de párpados caídos. Apenas si oía los diálogos y tampoco sabía de qué iba la película, lo cual resultaba una ilustración bastante convincente de la movida en la que andaba metido, de mi propia ignorancia y de la vida en general. Siempre andamos tropezando en los meandros de una película empezada de la cual no tenemos ni idea. Ni siquiera hay subtítulos.
-No sé cómo lo haces, pero tienes un auténtico imán para atraer la mierda —dijo Sebas cuando regresó de servir las bebidas—. ¿Por quién preguntas exactamente?
-Por el Turco.
Sebas sacó naranjas, manzanas y zanahorias de la nevera, las colocó en el exprimidor y me preparó uno de sus combinados especiales sin alcohol. Por debajo del zumbido de la máquina, podía oír los crujidos de su cerebro haciendo memoria, calculando trayectorias, estableciendo hipótesis, como si estuviese haciendo un experimento en vez de un zumo de frutas.
-Es curioso. ¿Cuántos años hace que os peleasteis? ¿Veinte años? ¿Y cuánto tiempo que no os habíais visto?
-Vete a saber. Intentó contratarme una vez, me citó en ese garito que tenía cerca de Tirso de Molina. Puede que ocho o nueve años. Lo mandé a la mierda.
-Chocasteis un día, cada uno siguió su camino y después volvisteis a chocar —dijo, mientras me servía el zumo en un vaso ancho con pajita—. ¿Qué te dice eso?
-Que el mundo es más pequeño de lo que parece.
-Que no estáis hechos el uno para el otro. Deberías mantenerte alejado de ese cabrón.
-Antes necesito hablar con él. Una pequeña y amigable charla.
Sebas se quitó las gafas de la nariz, sacó una libreta de un cajón, la abrió y empezó a escribir en un papel. Después arrancó el papel, lo dobló y me lo entregó.
-Aquí tienes unas cuantas direcciones, no sé si te servirán de algo. Pero ya sabes que el Turco no es un gran conversador.
-Quién sabe —dije, guardándome el papelito—. Tal vez haya cambiado con el tiempo.
-¿El Turco? Lo dudo mucho.
-¿No crees que se pueda cambiar?
-No digo que no se pueda, pero no es fácil. No es fácil resistir la inercia del pasado.
Con los mechones desperdigados tras las orejas, las gafas puestas otra vez y ese vocabulario, Sebas adquirió el porte de un filósofo alemán o un científico chiflado.
-Para cambiar, hace falta sobre todo una cosa. Voluntad. ¿Te he contado alguna vez la historia de Mamerto?
-¿Eso qué es? ¿Un mote?
-Mamerto Trinidad. Un asesino a sueldo, un sicario colombiano, carne de presidio. Al salir de la cárcel a los treinta y tantos, comprendió que no podía seguir así, matando gente por dinero. Tuvo una iluminación. Aquella misma noche fue a la Casa de Campo, vio a una chica africana muy joven y le dijo que subiera a su coche.
-No sigas. Ya me sé el final.
-No, no lo sabes. Mamerto le preguntó a aquella chica que acababa de conocer si quería irse con él y se marcharon juntos a algún lugar de Sudamérica, uno donde había guardado todos sus ahorros. Creo que se casaron y formaron una familia. No sé, todavía lo andan buscando.
-Para felicitarlo, me imagino.
-Y para darle el regalo de boda.
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