Verano porteño (6)
Una improvisada reunión de vecinos en casa de Belgrano intenta aclarar las cosas con música de Piazzola de fondo.
Este es el sexto capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

Madrid--Actualizado a
Cuando volví a casa de Belgrano, a eso de las ocho de la tarde, me encontré con que había montada en el salón una improvisada reunión de vecinos. No quedaba una silla libre y tuve que apostarme en un rincón, al lado de un pequeño ventilador de pie que hacía más ruido que otra cosa. Entre la falta de espacio y el montón de gente que había allí apretujada, aquello parecía una sauna. Como todo el mundo hablaba a la vez, no había forma de enterarse de algo, de manera que me entretuve en estudiar al personal que voceaba sin prestar atención al resto. Reconocí al vecino flaco con cara de hurón y a la señora del carrito de la compra que esa misma mañana cruzaron frente a la peluquería comentando la jugada. Había además cuatro mujeres y dos tipos a quienes había saludado alguna vez en la escalera. Al parecer, yo era el más joven de la fiesta, lo que da una idea de cómo andaba la cosa. Me fijé en un viejito canoso que parpadeaba a trompicones y en una anciana en silla de ruedas que bisbiseaba una oración mientras pasaba las cuentas de un rosario. Detrás de la silla había una mulata grandota con gafas. Eran los únicos que estaban callados.
-Hay que confiar en el Señor -dijo de repente la anciana, interrumpiendo su plegaria-. El Señor todo lo puede.
-No diga tonterías, doña Pura -espetó el flaco-. El Señor no tiene nada que ver con esto.
-No digo tonterías, Gregorio. El Señor está en todas partes.
-Tengamos la fiesta en paz -terció la señora del carrito-. Pero, por una vez, estoy con Gregorio. Rezando no vamos a solucionar nada.
Regresó el crucigrama de voces, un alboroto ininteligible que iba creciendo por momentos. Entonces Belgrano se levantó, fue hasta el equipo de música, accionó uno de los mandos y el salón explotó con un piano y un bandoneón a todo trapo. De golpe la gente dejó de hablar. Lástima de mi oído cascado, porque la música sonaba muy hermosa: un lamento amargo como el mate, perfumado con un inconfundible aroma de tango y nostalgia.
-Verano porteño, del maestro Astor Piazzolla -anunció Belgrano, bajando un poco el volumen-. Un verano porteño. Exactamente eso estamos necesitando.
Nadie se atrevió a comentarle que Madrid no tiene puerto de mar y que Buenos Aires se encuentra a unos diez mil kilómetros. A lo mejor había enloquecido por el calor o a lo mejor se trataba de una metáfora. Vaya usted a saber qué metáfora. Puesto que había conseguido la atención del geriátrico, a continuación, entre los bandazos de la música, expuso un resumen de la coyuntura (creo que dijo “coyuntura”) con una verborrea trasatlántica salpicada de lunfardo que se entendía a duras penas. Lo que yo entendí, a duras penas, era que teníamos que permanecer firmes, que gracias a mi intervención nos habíamos librado de los molestos parásitos del tercero derecha y, de propina, de un par de matones dispuestos a romperle los dientes. La verdad es que no esperaba aplausos, aunque tampoco el silencio inhóspito con que recibieron el boletín de novedades. Al final sí hubo aplausos, pero enlatados y todos eran para Piazzolla.
-Deberíamos avisar a la policía -dijo Gregorio al terminar el disco-. A ver si vamos a acabar todos entre rejas.
-Ya están más que avisados. En la cana no podés confiar. Ya viste cómo arreglaron lo de los compadritos del tercero.
-¿Cómo? -preguntó otra anciana, abanicándose la oreja.
-De ninguna manera, Milagros -dijo Belgrano-. No lo arreglaron ellos, sino este amable caballero.
-¿Y cuánto va a cobrarnos el amable caballero? A lo mejor nos sale más a cuenta vender y así solucionamos el problema.
-Ya no podés vender, Gregorio. Ahora nos ofrecen una miseria.
-Háganme caso. Hay que rezar. Rezar mucho. Y confiar siempre en el Señor.
Decidí que era el momento de intervenir. Estaba sudando a chorros y además empezaba a dolerme la pierna mala después de la caminata de la tarde y del rato que llevaba ahí de pie, parado como un pasmarote.
-No voy a cobrarles nada. Me parece que sé quién anda detrás de todo este enredo. Es cuestión de encontrarlo y hablar con él.
-Ah, bueno. Sólo hay que encontrarlo. Menos mal.
-Lo va a solucionar hablando, dice.
-No creo que sea mucho problema -insistí-. Sólo tengo que preguntar por ahí y rebuscar en unas cuantas madrigueras.
-En ese caso, pibe, te ruego que aceptés la ayuda de Amadeo -dijo Belgrano, señalando al viejito canoso que no había dicho una palabra-. Él tiene un taxi y vos una rodilla hecha polvo. No tendrá inconveniente en llevarte donde quieras. ¿No, Amadeo?
Amadeo asintió con una sonrisa, parpadeando. Estaba tan arrugado y era tan poquita cosa que pensé que podía desbaratarse en cualquier momento.
-Hay que rezar mucho -insistió doña Pura.
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