La OTAN, del pasado a un futuro incierto

Por Abel Riu
Barcelona--Actualizado a
“Keep the Russians out, the Americans in, and the Germans down”. Atribuida al general y diplomático británico Hastings Lionel Ismay, esta frase condensaba los tres verdaderos propósitos por los cuales fue creada la OTAN en 1949: mantener a los soviéticos fuera de Europa occidental, asegurar que Alemania no resurgiera militarmente, y dar continuidad a la presencia estadounidense en el continente europeo, ante la amenaza que representaba la URSS, con un ingente contingente de tropas y equipamiento estacionado en los países de Europa central y oriental desde la victoria contra el fascismo. Seis años más tarde, en 1955, la Unión Soviética respondería con el impulso del Pacto de Varsovia, una alianza militar de la cual formaron parte en un inicio todos los países europeos del bloque socialista, con la excepción de Yugoslavia.
La división de Europa en esferas de influencia acordada por Stalin, Roosevelt y Churchill en Yalta en 1945 fue un factor fundacional de la Guerra Fría. Casi cinco décadas después, pocos meses antes de la desaparición de la URSS, a finales de 1991, fue disuelto el Pacto de Varsovia. El telón de acero se convertía en un recuerdo del pasado, pero el interés de Estados Unidos, primero durante la presidencia de George H. W. Bush, y a partir de 1992 de la mano de Bill Clinton, hizo que la alianza militar liderada por la potencia vencedora de la Guerra Fría continuara existiendo. La Europa sin divisiones internas, acordada en noviembre de 1990 en la Carta de París que dio lugar a la creación de la OSCE, nacía coja.
La OTAN y la “seguridad” del orden global unipolar
La zona gris que quedó entre Rusia y los miembros de la OTAN se convirtió en un espacio en el que pocos Estados querían permanecer. En aquel contexto, para los países con una Historia de siglos de dominio bajo el yugo ruso, como los países bálticos o Polonia, la integración en la Alianza Atlántica fue percibida como una oportunidad para lograr un paraguas de protección. Consideraban que, aunque Rusia atravesara un momento de crisis y debilidad geopolítica, tarde o temprano podría volver a resurgir.
A partir de 1999, a través de sucesivas ampliaciones, las fronteras de la Alianza Atlántica se fueron extendiendo miles de kilómetros hacia el Este. Si bien no existía ningún acuerdo formal con Moscú que lo impidiera, la expansión oriental de la OTAN más allá de Berlín suponía romper el compromiso verbal dado por el entonces secretario de Estado estadounidense James Baker a Mijaíl Gorbachov a finales de los años 80, de no expandir la organización “ni una sola pulgada” hacia el Este, a cambio de la aceptación soviética de la reunificación de Alemania. Si Gorbachov hubiera tenido la iniciativa de dejar por escrito esos compromisos en forma de tratados, posiblemente la Historia habría sido muy distinta.
De la noche a la mañana, la OTAN se convirtió en el autoproclamado guardián de la seguridad del naciente orden global unipolar, un rol que poco tenía que ver con sus objetivos fundacionales de 1949
De la noche a la mañana, la OTAN se convirtió en el autoproclamado guardián de la seguridad del naciente orden global unipolar, un rol que poco tenía que ver con sus objetivos fundacionales de 1949. Este papel se inauguró con la intervención en las guerras yugoslavas de la primera mitad de los años 90, bajo el mandato del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con el tiempo, comenzó a actuar también sin autorización de este organismo, lo que supuso una erosión del sistema internacional basado en normas, como fue el caso del bombardeo de Yugoslavia en 1999, o la intervención en Libia en 2011 para contribuir a deponer al coronel Muammar al-Gaddafi.
Dicha operación fue mucho más allá de la imposición de una zona de exclusión aérea prevista en la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU. Habiéndose convertido en el brazo armado del unilateralismo geopolítico liderado por Estados Unidos, con el inicio de la retirada de tropas de Afganistán en 2011, la OTAN inició un período en el que surgieron interrogantes sobre su propio futuro.
Marzo de 2014, punto de inflexión
La anexión de Crimea por parte de Rusia en marzo de 2014 y la guerra del Donbás lo cambió todo. La Alianza Atlántica encontró una nueva razón de ser en el refuerzo de la seguridad de su flanco oriental. La iniciativa más significativa fue el conocido como Enhanced Forward Presence (eFP) iniciado en 2017. Este supuso el despliegue de cuatro batallones multinacionales, de unos mil efectivos cada uno, en Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, para actuar como elementos disuasorios ante una posible agresión. En 2017 también se estableció el Tailored Forward Presence (tFP) en la región del mar Negro. Centrada en Rumanía, consistía en una brigada multinacional con base en Craiova, así como un amplio abanico de actividades aéreas y marítimas. La presencia de la OTAN en Bulgaria también se vio reforzada mediante ejercicios militares y rotaciones aliadas.
Mientras tanto, la misión Baltic Air Policing, operativa desde 2004, se amplió tanto en frecuencia como en escala a partir de 2014. Se desplegaron cazas de combate de manera rotativa en Lituania (Šiauliai) y en Estonia (Ämari) para proteger el espacio aéreo de los países bálticos, que cuentan con unas fuerzas aéreas propias muy reducidas. Paralelamente, se inició la misión Atlantic Resolve, con despliegues rotativos de brigadas blindadas y de aviación de combate en Polonia, los países bálticos, Rumanía y Bulgaria, unas rotaciones que supusieron una presencia militar norteamericana contínua en Europa del Este.
No fue, sin embargo, hasta la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia en febrero de 2022 que se desencadenó el refuerzo más masivo de las posiciones orientales de la Alianza. Inmediatamente después de la invasión, la OTAN desplegó cuatro batallones multinacionales adicionales en Europa del Este —en Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria— y elevó el total a ocho. Esto supuso la creación de una línea defensiva contínua desde el mar Báltico hasta el mar Negro. La presencia de tropas norteamericanas y aliadas en la región aumentó significativamente. En Polonia, los efectivos norteamericanos pasaron de 4.000 a más de 10.000. Estos despliegues incluyeron unidades blindadas, capacidades en el ámbito de la inteligencia y sistemas de defensa aérea, como las baterías de misiles Patriot y drones Reaper.
La presencia naval de la OTAN tanto en el mar Báltico como en el mar Negro se incrementó notablemente, con grupos marítimos permanentes que realizaban patrullas frecuentes y ejercicios conjuntos. El hecho más trascendental desde el punto de vista histórico fue, sin embargo, la adhesión a la OTAN de Finlandia (abril de 2023) y Suecia (marzo de 2024), como reacción ante la agresividad militar rusa, abandonando su histórica posición de neutralidad. Un hecho que transformó profundamente el escenario estratégico de la región báltica. Así, mientras la frontera de Finlandia con Rusia añadió más de 1.300 kilómetros de límite directo entre la OTAN y Rusia, la entrada de ambos países convirtió el mar Báltico casi en un lago controlado por la Alianza.
Trump y la crisis existencial de la OTAN
Si el 50º aniversario de la OTAN, celebrado en 1999 en Washington, fue de euforia y optimismo en relación al futuro, con el inicio de la expansión hacia el Este y una hegemonía occidental que algunos pensaban que se proyectaría hacia el siglo XXI, la cumbre organizada en junio de 2024 en la misma capital norteamericana con motivo del 75º aniversario fue todo lo contrario. La perspectiva de un posible regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, que finalmente se confirmó, planeó sobre el ambiente como el gran elefante en la habitación.
Desde el inicio de su segunda presidencia en enero de este año, Trump ha disipado cualquier duda sobre la forma en que entiende la naturaleza de la OTAN. Para el actual presidente estadounidense, EE.UU. solo se comprometerá con la defensa de los miembros que gasten al menos un 5% del PIB en presupuesto militar. Un hecho que cuestiona la naturaleza del pilar fundamental de la Alianza: el Artículo 5 de su tratado fundacional, que establece el compromiso de asistencia mutua entre sus miembros en caso de agresión externa.
En el centro del nuevo paradigma de la Administración estadounidense se encuentra un cambio histórico en sus prioridades geopolíticas. Si durante las últimas décadas Estados Unidos aspiró a tener una alianza lo más amplia posible, ahora Trump considera que el interés nacional de su país pasa por aplicar una lógica estrictamente transaccional con quienes hasta ahora habían sido sus aliados. Aunque Trump, pero también el vicepresidente JD Vance, el secretario de Defensa Pete Hegseth o el de Estado, Marco Rubio, clamen con frecuencia que los países europeos y Canadá se han aprovechado de EE.UU. durante años, lo cierto es que Washington ha obtenido importantes contrapartidas geopolíticas a cambio de su presencia militar sobre buena parte de Europa; y no solo eso, sino que ha limitado la capacidad soberana del continente en asuntos sensibles.
Si durante las últimas décadas Estados Unidos aspiró a tener una alianza lo más amplia posible, ahora Trump considera que el interés nacional de su país pasa por aplicar una lógica estrictamente transaccional con quienes hasta ahora habían sido sus aliados
Durante los últimos años, estos a menudo han tenido que ver con los intereses estadounidenses respecto a la competencia con su principal rival geopolítico: China. En 2020, la presión estadounidense forzó que una docena de países de la UE prohibiera la participación de la empresa china Huawei en la instalación de la red 5G en el continente. Más recientemente, en 2024, la presión de la Administración Biden hizo que el Gobierno neerlandés prohibiera a la empresa holandesa ASML exportar microchips al gigante asiático.
Ahora, la Administración Trump quiere cambiar la forma de relación que mantiene con lo que considera sus protectorados europeos. Desde un punto de vista geográfico, responde a una lógica racional. El centro del mundo se desplaza hacia Asia oriental, y así también lo hace el centro de la competitividad geopolítica, especialmente entre China y EE.UU., las dos grandes potencias globales.
Aún más importante, sin embargo, es la visión internacional que ahora guía al Ejecutivo estadounidense. Trump ve el mundo en términos similares a los de Putin, Xi Jinping, Netanyahu o Erdogan, en la que un puñado de potencias soberanas se reparten territorios en esferas de influencia. Las consecuencias del cambio de paradigma en EE.UU. son visibles en todo el mundo. El orden mundial basado en normas creado en 1945 ha sido demolido definitivamente, y la irrupción del trumpismo 2.0 ha acelerado la llegada de un orden multipolar cada vez más convulso y caótico, donde todos los actores están replanteándose su posición en el mundo, así como sus relaciones exteriores.
En este contexto, la crisis de este organismo no es nueva. En noviembre de 2019, el presidente francés Emmanuel Macron habló de la “muerte cerebral” de la OTAN para referirse a las profundas contradicciones estratégicas que convivían en su interior, reivindicó que Europa debía jugar un papel propio y no subordinado a EE.UU., especialmente para evitar quedar sujetos a decisiones de liderazgos inestables e imprevisibles como el de Trump.
Seis años después, en un sistema-mundo que colapsa, la combinación de la agresión rusa a gran escala contra Ucrania y el regreso de un Trump fortalecido ha evidenciado como nunca las dependencias europeas. Durante los últimos años, ni más ni menos que dos tercios de las compras de equipamiento de defensa hechas por los países de la UE se han realizado a empresas armamentísticas estadounidenses. Más importante es, sin embargo, el hecho de que actualmente las fuerzas armadas de los países europeos de la OTAN no tengan la capacidad para actuar sin EE.UU., dado su rol preponderante en cuanto a mando estratégico y operacional, así como en el ámbito de inteligencia, vigilancia y reconocimiento (ISR).
Si la soberanía europea en materia de defensa era antes una opción, ahora se ha convertido en una cuestión de necesidad. Deshacerse del yugo estadounidense y superar la OTAN como marco de referencia en materia de defensa implica cruzar un rubicón tanto material como psicológico, un paso histórico al que las élites liberales europeas, que todavía operan en base a marcos ideológicos del mundo de ayer, por ahora se resisten.
Parafraseando a Hastings Lionel Ismay, tres cuartos de siglo después de la fundación de la OTAN, los rusos vuelven, los americanos parecen querer marcharse, y una Alemania hasta ahora interesada en la supervivencia per se de la Alianza, como garantía de la cobertura militar estadounidense y del ahorro en presupuesto de defensa que ella implicaba, afronta ahora una elección existencial que se extiende al resto de países europeos.
Tal y como relata Mary Elise Sarotte en la obra Not One Inch, durante los años 90 no se aprovechó una ventana de oportunidad histórica para establecer unas bases más cooperativas para el orden post-Guerra Fría. Hoy hay que gestionar las consecuencias de aquellas decisiones, y superar una dependencia transatlántica que ya entonces se mostró contraproducente.
Según la Comisión Europea, el 71% de los ciudadanos de la UE cree que el bloque debe reforzar su capacidad para producir equipamiento militar, mientras que el 77% apoya una política común de defensa y seguridad. Si Europa debe gastar más en defensa, sería conveniente que fuera para reforzar la capacidad de tener una voz geopolítica propia. En el nuevo momento configurador que vive el mundo, esta puede ser la única forma de tratar de tú a tú a Estados Unidos, a China y a una Rusia de nuevo revisionista de las fronteras orientales del continente europeo. ◼
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