Opinión
Cuando la "civilización" decide quién sufre en silencio

Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
-Actualizado a
Durante el siglo XIX, las potencias europeas utilizaron un criterio no escrito pero ampliamente compartido para decidir qué pueblos merecían ser tratados como iguales: el llamado "estándar de civilización". Este principio establecía que solo aquellos Estados que replicaran las instituciones, valores y formas de vida del mundo europeo podían ser reconocidos como soberanos plenos. El resto quedaba fuera de ese círculo: conquistado, tutelado o convertido en escenario de misiones "civilizadoras".
Aunque este lenguaje desapareció del discurso oficial tras la Segunda Guerra Mundial y las descolonizaciones, el patrón que establecía quién pertenece plenamente al orden internacional y quién debe adaptarse para ser aceptado nunca dejó de operar. Lo que cambió fue el vocabulario. Donde antes se hablaba de civilización, hoy se habla de gobernanza, desarrollo, estabilidad o respeto por los derechos humanos. Pero en la práctica, las jerarquías siguen ahí.
La aceptación como recompensa: el caso de Japón
Uno de los episodios más ilustrativos de estas dinámicas ocurrió en Asia. A finales del siglo XIX, Japón emprendió una profunda transformación política, legal, militar y económica. El objetivo era claro: demostrar que podía cumplir con los requisitos que las potencias occidentales imponían como condición para el reconocimiento. Y durante un tiempo, lo logró. Fue el único país no occidental que se sentó en igualdad de condiciones con las potencias europeas. Pero esa inclusión fue frágil y profundamente condicionada.
Tras su victoria frente a Rusia en 1905, Japón parecía haber alcanzado la plena aceptación. Sin embargo, cuando propuso que la igualdad racial fuera reconocida como principio fundacional en la Sociedad de Naciones —igualdad entre los miembros de la organización, no entre todos los pueblos—, su propuesta fue rechazada. El mensaje era inequívoco: el acceso al círculo de los iguales tenía límites invisibles que ni el poder militar ni la modernización podían superar. Años más tarde, esa exclusión, humillante y sostenida, alimentaría un giro agresivo —y sí, también profundamente racista— en su política exterior, con consecuencias devastadoras para toda la región.
El caso japonés no es una excepción aislada, sino una expresión clara de cómo el sistema internacional ha premiado históricamente la imitación —nunca la diferencia—, y de cómo la inclusión política formal puede convivir con la exclusión simbólica y material. La historia de Japón revela que no basta con replicar instituciones o adoptar lenguas jurídicas comunes: hay umbrales no dichos que definen quién puede pertenecer y quién, aún cumpliendo, seguirá siendo mirado con recelo.
Nuevos nombres, viejos criterios
Con la fundación de Naciones Unidas, el principio de igualdad entre Estados se convirtió en piedra angular del derecho internacional. Se reconoció el derecho a la autodeterminación, se prohibió la conquista territorial y se proclamaron los derechos humanos como universales. Pero la práctica internacional no siguió esa lógica de forma coherente.
La pertenencia plena al orden internacional siguió dependiendo, en muchos casos, del grado de afinidad cultural, institucional o geopolítica con el Norte Global. Se hablaba de "Estados frágiles", de "falta de capacidad institucional", de "falta de voluntad política". Se multiplicaron las intervenciones bajo la etiqueta de ayuda humanitaria o consolidación del Estado. Y en paralelo, se reforzó la idea de que ciertos países debían cumplir con estándares definidos fuera de ellos para merecer protección, atención o incluso respeto.
Estas nuevas formas de condicionalidad no se articulaban ya en nombre de la civilización, sino del desarrollo, de la democracia o de los derechos humanos. Pero el efecto era el mismo: una línea divisoria entre quienes marcan las reglas y quienes deben ajustarse a ellas.
También surgió un doble régimen de soberanía: uno fuerte, asociado a Estados consolidados, considerados legítimos por defecto; y otro débil, aplicado a Estados del Sur Global, que debían demostrar constantemente su derecho a la autodeterminación. Las intervenciones militares, las misiones de paz o los programas de condicionalidad financiera operaban como mecanismos de tutela, a menudo disfrazados de solidaridad.
En muchos casos, estos marcos reforzaron relaciones de dependencia que recordaban a las lógicas coloniales: programas de ajuste estructural que dictaban políticas económicas desde Washington o Bruselas; sistemas de cooperación técnica que exportaban modelos institucionales sin tener en cuenta las trayectorias locales; incluso mecanismos jurídicos internacionales que, bajo el argumento de proteger derechos universales, replicaban los mismos patrones de superioridad y tutela del siglo XIX.
Palestina, Ucrania y la doble vara de medir
En los últimos años, esta lógica se ha vuelto más visible. La guerra en Ucrania provocó una respuesta internacional firme, con sanciones, solidaridad institucional y movilización diplomática. Se entendió, con razón, que estaba en juego el derecho internacional. Sin embargo, ante la brutalidad sostenida que sufre el pueblo palestino, la reacción ha sido mucho más tibia y fragmentada.
Las mismas normas que se invocaron con contundencia frente a la invasión rusa se vuelven matizadas y evasivas cuando se trata de las violaciones sistemáticas cometidas en la Palestina histórica. La ocupación, los desplazamientos forzados, el colonialismo de asentamiento, el castigo colectivo: todo ello se describe como parte de un conflicto complejo, en lugar de ser nombrado por lo que es. La diferencia no está en el derecho internacional, sino en quién se considera sujeto pleno de ese derecho. Incluso cuando, en el caso del contexto pos-7 de octubre, desde el principio quedó claro que no había otra palabra con la que describir las acciones israelíes más allá de "genocidio".
No se trata únicamente de la reacción a los hechos, sino del modo en que se enmarcan. Mientras en Ucrania se apela a la autodeterminación y se reconoce una lucha legítima por la supervivencia frente a la agresión, en Palestina se exige moderación, se invoca la necesidad de equilibrio y se pide evitar escaladas. El sufrimiento palestino aparece constantemente relativizado, gestionado, narrado como inevitable o autoprovocado. Esa disonancia revela la pervivencia de una jerarquía moral internacional: hay vidas que conmueven, y hay vidas que se administran.
Esta asimetría no es accidental. Responde a una lógica que distingue entre pueblos plenamente humanos —con derechos que deben ser defendidos a toda costa— y otros que, aunque reconocidos formalmente, no despiertan la misma empatía política ni reciben el mismo respaldo institucional. Es una jerarquía implícita que reproduce, con nuevas palabras, el viejo estándar de civilización.
El discurso civilizacional regresa con fuerza
Hoy, ese patrón no solo sobrevive: se expresa con una claridad que debería alarmarnos. En un reciente texto —con un título que deja poco lugar a dudas The Need for Civilizational Allies in Europe— firmado por un alto asesor del Gobierno estadounidense, se defiende abiertamente que la relación entre Europa y Estados Unidos debe basarse en su herencia cultural común. Se habla de civilización occidental, de raíces grecorromanas y cristianas, de una misión compartida frente a amenazas externas. Se señala a la migración, a la diversidad religiosa o a la regulación digital como síntomas de decadencia. Y se pide una alianza entre quienes comparten una misma tradición para defender valores supuestamente universales.
Este tipo de discurso tiene ecos directos del siglo XIX. La idea de que el orden mundial debe fundarse en una "civilización" compartida no es nueva. Lo que resulta inquietante es que haya dejado de disfrazarse. El lenguaje ya no se oculta en tecnicismos diplomáticos o referencias vagas a la comunidad internacional: se pronuncia con orgullo, como una toma de posición ante lo que se considera una amenaza existencial. Y esa amenaza ya no es únicamente geopolítica. Es cultural, religiosa, demográfica.
También la vemos en las políticas migratorias, en la gestión de fronteras, en los tratados comerciales y tecnológicos, en la financiación del desarrollo, en la distribución del asilo. Se construye un mapa moral del mundo que coloca en el centro a quienes se asemejan al modelo dominante, y en la periferia a quienes se desvían de él.
El derecho internacional, atrapado en su propia promesa
El derecho internacional fue concebido como una herramienta para ordenar las relaciones entre iguales. Pero su aplicación sigue siendo profundamente selectiva. No basta con proclamar la igualdad soberana o la universalidad de los derechos si en la práctica esa igualdad es revocable y esos derechos son negociables.
El problema no es solo que haya violaciones. Es que esas violaciones se interpretan y se sancionan de forma diferente según quién las comete y quién las sufre. Y eso revela que el marco jurídico sigue atravesado por una geopolítica de la civilización, donde la cercanía cultural, ideológica o económica determina el valor asignado a cada vida.
Frente a este panorama, es urgente recuperar la radicalidad de las promesas que fundaron el derecho internacional moderno: la igualdad real entre pueblos, el respeto incondicional a la dignidad humana, el rechazo de las jerarquías morales entre culturas. No para borrar las diferencias, sino para dejar de convertirlas en criterios de exclusión.
Porque si el estándar de civilización nunca se fue del todo, ahora estamos viendo cómo regresa sin pudor. Y si no lo cuestionamos de raíz, seguiremos construyendo un orden global donde el sufrimiento es visible solo cuando ocurre del lado correcto de la historia.


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