Opinión
La gente es tonta
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
La primera vez que me di de alta en una plataforma de streaming me mentí a mí misma diciéndome que lo hacía para ver películas. Resulta que al final casi todo lo que veo son series. Es parte de mi naturaleza, soy pesada y rollista y me encanta también que las historias que me cuenten se alarguen, que no parezcan tener un final cercano. Además les suelo coger cariño a los personajes porque soy muy sentimental. Es por eso que las plataformas de streaming me producen un gran placer, pues, al igual que cuando me dejan suelta en un buffet libre en Disneyland París, me encanta picotear un poco de todo, aunque con el paso de los años me he dado cuenta de que he llegado a detestar con toda mi alma un género en concreto, los procedimentales, que me parecen, entre otras cosas, profundamente conservadores y predecibles.
Los procedimentales son esas series río de episodios autoconclusivos, aunque a veces nos engañan con una trama que se alarga toda la temporada y que suele concluir de forma chapucera y precipitada, protagonizados por personajes que son poco más que un estereotipo y que producen un efecto tranquilizador en el espectador al recrear un universo ordenado y maniqueo en el que al final (casi) siempre triunfa la justicia. Y es que, con independencia del género y del trabajo de los protagonistas, este tipo de ficciones conservan y comparten un elemento común: los protagonistas poseen habilidades especiales que les colocan por encima del resto de las personas, y esas habilidades las tienen, no porque las hayan adquirido con el estudio o el esfuerzo, sino porque son la consecuencia natural de su superioridad moral. Da igual que sean policías, bomberos o médicos, lo importante aquí es que son seres superiores y por eso siempre tienen razón, aunque a veces fallen o se equivoquen. Esta burda concepción nietzscheana del carácter del héroe, sin apenas matices o sombras, en el que la única intriga es saber si lograrán sobrevivir todos los protagonistas hasta el final de temporada o si se resolverá la tensión sexual entre algunos de los personajes, suele provocar una sensación de tranquilidad en el espectador que sabe perfectamente qué es lo que se va a encontrar cada semana y que además puede permitirse el lujo de ver episodios sueltos sin perderse nada significativo en ese mundo ordenado, confortador y previsible en el que los protagonistas siempre se definen como una gran familia pero en la que, por supuesto, cada uno cumple con un rol tradicional, pues existen jerarquías de poder entre ellos.
Y como la vida imita al arte y son las redes sociales las que se han convertido en el nuevo escenario favorito en el que performar nuestras existencias y dar rienda suelta a nuestra persona, no podían faltar en ella los procedimentales, esas cuentas de Twitter o IG protagonizadas por personajes ficticios con nombres genéricos del tipo “Profesor enrollado”, “Madre preocupada” o “Doctor de guardia sexy” donde se da rienda suelta a estas ficciones conservadoras que hasta ahora solo podíamos disfrutar en la tele o en streaming. En esas cuentas de 'check' azul, que suelen tener miles de 'me gusta' y un porrón de comentarios, se narran -el uso de este verbo no es accidental- supuestas experiencias laborales o vitales en las que ellos siempre son profesionales o personas abnegadas que cada día tienen que enfrentarse a gente estúpida que abusa del sistema y que les hacen perder su precioso tiempo, evitando además que quienes realmente merecen recibir sus servicios y atenciones lo hagan. En el fondo da un poquito igual lo que cuentan, en la mayoría de los casos estas historias de terror ficticias recrean los escenarios favoritos de la reacción recurriendo para ello a todo tipo de estereotipos burdos, pues todas nos quieren vender el mismo cuento: que hay gente tonta en este mundo que no se merece los servicios públicos, especialmente si son pobres, migrantes, adolescentes o niños.
A principios de los años dos mil, quizás porque entrar en un nuevo milenio nos dejó un poco trastornados, se puso de moda publicar libros en los que médicos y profesores contaban sus mejores anécdotas y mostraban tanto las meteduras de pata de su alumnado en los exámenes como algunas confidencias y muestras de ignorancia de sus pacientes, esas cositas divertidas con las que ganarse el aplauso popular aunque con ello te saltes todos los límites éticos de tu profesión. No estamos, por tanto, ante un escenario nuevo, pero sí ante una nueva forma en la que este discurso profundamente reaccionario y basado en ficciones o exageraciones está llegando al imaginario colectivo, envenenando mentes y, por lo mismo, tratando de intervenir en la planificación de las políticas pensadas para el bienestar común.
En estas ficciones virales tanto pacientes como alumnado han dejado de ser usuarios con derechos para convertirse en clientes molestos, en abusadores de un sistema en el que se ha decidido que hay quienes sí se merecen ser beneficiarios del mismo frente al resto, meros parásitos. Los problemas siempre se presentan como individuales y por tanto las soluciones han de ser también abordadas desde la individualidad y la excepcionalidad y no desde lo colectivo. El alumnado en estos cuentos para no dormir siempre es disruptivo, está falto de motivación y posee además grandes lagunas académicas -como si fueran los alumnos los responsables de elaborar los currículos académicos-. En estas ficciones nunca se abordan la falta de recursos, el abandono institucional o las circunstancias personales, sociales y familiares de un alumnado que ha de estudiar y pasar gran parte de su tiempo en instalaciones que no cumplen además con los requisitos mínimos, que están anticuadas cuando no desvencijadas, con humedades y vulnerables al calor extremo y al frío, y que son una muestra del total desprecio que tenemos como sociedad al mundo educativo y al mundo de la infancia y la adolescencia en general, pues la mayoría de nosotros nos negaríamos a trabajar en lugares así. Desde luego los gestores de lo público que recortan en gasto educativo y en el mantenimiento de los edificios donde se imparte esa educación lo hacen desde despachos cómodos y con calefacción mientras ignoran o son cómplices del ataque reaccionario contra una de nuestras grandes conquistas sociales: la educación obligatoria hasta los 16 años.
Otra de las subtramas favoritas de los procedimentales virales son las protagonizadas por sacrificados doctores que han de sufrir a los pacientes que desbordan las urgencias con trivialidades o que acuden a su consulta con males menores. De esta manera se nos quiere decir que son los caprichos y la mala educación de los pacientes -normalmente pertenecientes a las clases populares porque la gente bien va a la privada-, y no el imparable saqueo de la sanidad pública, lo que está poniendo en jaque a la atención sanitaria. Ocuparse de los demás se ha convertido en una molestia, de ahí a proponer un copago para que aprendamos a ser responsables solo hay un pequeño pasito, uno más de los muchos que estamos dando para que sean las aseguradoras privadas y las empresas las que se queden con un negocio millonario que hemos puesto servilmente en sus manos.
La moraleja de estas ficciones siempre es la misma: la convivencia ha de ser sustituida por la competencia, pues solo los más hábiles tienen derecho a existir y disfrutar de lo que una vez fueron servicios públicos, transformados ahora en negocio y privilegio. Para que esto pase hay provocar fricciones entre iguales, convertir a los conciudadanos en rivales. Lo vemos cada año con la sempiterna discusión sobre el reparto de la vacaciones, con la que se pretende enfrentar a los que tienen hijos con los que no -o en la duración de las vacaciones en las escuelas-, desviando el foco del problema real de los horarios laborales, de la falta de conciliación y de la necesidad de tener tiempo de descanso y tiempo de calidad, y que obvia además que también hay personas con adultos a su cargo y desdeña el bienestar de una infancia cuyos horarios están pensados para un mundo adulto y trabajocentrista y que es vista como una carga incluso por sus propias familias.
Por eso es importante tener presente que han sido estas ficciones las que han alimentado en EEUU y en Argentina el desmantelamiento de todo el entramado de ayudas sociales, servicios públicos y políticas de integración que aspiraban a equilibrar, aunque fuera un poquito, la balanza de la desigualdad. Dejarse arrastrar por ellas acabaría convirtiéndonos en las siguientes víctimas. Ninguno de nosotros está ya a salvo de ser considerado como el tonto que abusa del sistema la próxima vez que tengamos que pedir cita al médico o que necesitemos cobrar el subsidio de desempleo o la ayuda a la dependencia.
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