Opinión
Hombres de guerra, premios de paz

Periodista cultural
En agosto, época tradicional de escasez informativa (al menos así era antes), una de las noticias rescatadas y recurrentes cada año del 6 al 9 de ese mes es el aniversario de turno de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki ordenados por Harry S. Truman, presidente de los Estados Unidos en 1945. Este año no será una excepción, porque esa efeméride es redonda: se cumplen ocho décadas de aquellos hechos que cambiaron para siempre la historia de la humanidad. El saldo aproximado de muertos, casi 250.000 al terminar 1945 (la mitad de ellos en los días de los ataques), y el final de la Segunda Guerra Mundial. ¿Es este un saldo positivo o negativo, causó menos bajas que las que hubiera provocado una invasión terrestre de Japón por las tropas estadounidenses? De momento, es un dilema. Se manifestó con todo su interés al año siguiente, cuando la universidad de Oxford propuso conceder el doctorado honoris causa a Harry S. Truman.
Por allí andaba la filósofa Elizabeth Anscombe, alucinando doblemente; primero, con el hecho en sí, con la ocurrencia de dicho nombramiento. Después, con que nadie lo tomara como una ocurrencia, una broma de mal gusto contra la que cabía, al menos, levantar la voz. Anscombe empezó por el principio con su afirmación: "Elegir matar a inocentes como medio para alcanzar determinados fines siempre es asesinato". Metió el dedo en la llaga al abundar: "Cuando digo que decidir matar a los inocentes como medio para un fin es asesinato, digo lo que en general se aceptaría como correcto […]. Lo de Hiroshima y Nagasaki no nos pone frente a un caso límite. En el bombardeo de estas ciudades, sin duda se decidió matar a los inocentes como medio para un fin. Una enorme cantidad de ellos, de una sola vez, sin advertencia, sin los intersticios de escape ni la posibilidad de ponerse a resguardo que existía incluso en los 'bombardeos zonales' de las ciudades alemanas. Siempre me desconcertó la hipocresía común sobre la valentía del presidente Truman al tomar esta decisión". Para ella era un cobarde y también para los cuatro gatos que se opusieron al nombramiento: non placet escribieron en la votación la también filósofa Philippa Foot y su marido, Michael Foot; la amante de Iris Murdoch en esos momentos, Margaret Hubbard; y ella misma. Lo sabemos porque lo cuenta El cuarteto de Oxford, publicado en 2023 por Shackelton Books, y que firma Benjamin J.B. Lipscomb.
Curiosamente ese mismo año Anagrama publicaba Animales metafísicos, una ensayo de Clare Mac Cumhaill y Rachel Wiseman cuyas protagonistas son las mismas mujeres reunidas en el mismo sitio y en la misma época: Oxford, mediados del siglo pasado (especialmente el periodo de finales de los 30 y principios de los 40), era el lugar donde Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midgley e Iris Murdoch se preguntan por cómo vivir, por lo que estaba bien y lo que está mal, mientras el mundo político y militar se enredaba en guerras y el académico se distraía con las peculiaridades del lenguaje. Sus iras se enfocaron sobre todo contra la filosofía de A. J. Ayer y sus defensores. El representante del positivismo lógico en Inglaterra sostenía que las afirmaciones filosóficas, religiosas, éticas no tenían, en realidad, mucho sentido y que los enunciados éticos no son verdaderos ni falsos por la carga subjetiva que comportan. Las cuatro de Oxford se levantaron contra estos postulados, porque "si la filosofía consistía en 'lo que hacía Ayer' ¿qué iba a poder decir sobre Franco y sobre Hitler?", escribe Lipscomb en su obra. Y ellas querían y tenían mucho que decir sobre uno, otro… y sobre Truman.
El libro de Anagrama comienza por este episodio, el del título concedido al expresidente norteamericano. En él se leen los argumentos de Anscomb, que no era pacifista precisamente, pero sí una filósofa moral y sabía algunas cosas importantes para esa y todas las épocas. Por ejemplo, no negaba la posibilidad de que la medida hubiera salvado un inmenso número de vidas, pero tampoco ocultaba el hecho de que "la acción de Truman es 'asesinato'". Nada que premiar, pues: "El expresidente tiene 'un par de masacres en su haber'". Señaló que su intención no era un gesto de protesta contra las bombas atómicas, sino "contra nuestra acción de ofrecer honores al Sr. Truman, porque con el elogio y la adulación se puede compartir la culpa derivada de una mala acción". Muy significativa también otra de las frases de su justificación: "Si le conceden este título, ¿qué Nerón, qué Gengis Kan, qué Hitler o qué Stalin no será premiado en el futuro?".
A principios del mes de julio el presidente estadounidense Donald Trump se reunió con su homólogo israelí, Benjamin Netanyahu, en el Salón Azul de la Casa Blanca. Lo recibía después de haber ordenado bombardeos de diversas instalaciones nucleares en Irán que se llevaron a cabo la noche del 22 de junio. El mundo entero contuvo la respiración, menos Netanyahu, al que le pareció que Trump era un candidato firme a merecer el premio Nobel de la Paz. Se puso a escribir a la Academia sueca y aprovechó el encuentro en la Casa Blanca para darle a Trump una copia de su nominación, una distinción que el republicano cree merecer desde hace años. Señores de la guerra se reparten y se ilusionan con nominaciones a premios por la paz. El caso es que no es el único que lo ha hecho. Solo en este año han tenido la misma idea –ocurrencia- Darrell Issa, Congresista por California; Anat Alon‑Beck, profesora de Derecho, EEUU.; el político ucraniano Oleksandr Merezhko, aunque luego la retiró, o Earl "Buddy" Carter, congresista por Georgia. La historia recuerda que también fueron nominados Hitler, Mussolini o Stalin. Ocurrencias. Ocurrencias veraniegas que es preciso no perder de vista, no vaya a ser que alguna deje de serlo y se convierta en titular de prensa.
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