Opinión
Leer está sobrevalorado

Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Hay que respetar a la gente que no le gusta leer, dice María Pombo, una frase que surge a raíz de un comentario en TikTok lamentando que la librería que se ve al fondo de su casa quedaría más bonita llena de libros leídos que de trastos. La sinceridad con la que Pombo replicó a ese entrometido crítico de interiores pronto se extrapoló hacia una insensata cruzada cultural, como si la mujer estuviese defendiendo el analfabetismo obligatorio, la censura estatal y la quema de bibliotecas.
En el extremo opuesto está la intransigencia de John Waters: “Si vas a casa de alguien y ves que no tiene libros, no te lo folles”. Hoy día, afortunadamente, cada vez hay más gente que confiesa ser alérgica a la lectura y tampoco les pasa nada: van al gimnasio, compran en el supermercado sin problemas y hasta mantienen relaciones sexuales con desconocidos, pese a sus librerías pobladas de figuritas de porcelana y a lo que diga John Waters.
Para corroborar esta tendencia general hacia la onomatopeya está Donald Trump, quien, durante una reciente visita de diversos líderes mundiales a la Casa Blanca, exhibió una estantería repleta de productos de propaganda a mayor gloria de Donald Trump: tazas, camisetas y sobre todo gorras con el lema Make America Great Again. No deja de ser curioso que la alfabetización universal provoque un movimiento contra corriente; así, mientras el emperador Augusto le encargaba a Virgilio una epopeya sobre la fundación de Roma y Felipe IV mostraba orgulloso los retratos de Velázquez, Trump alardea de gorras ilustradas como símbolo del poderío estadounidense, aunque alguien debería enviarle una verde de Caja Rural para que complete la colección.
No mucho tiempo atrás, los monarcas, los mandatarios democráticos e incluso los otros, presumían de librerías y pinacotecas que hicieran creer al mundo que detrás de su llegada al poder había algo más aparte de carambolas genéticas, enchufes, potra, golpes de estado, inyecciones de dinero o sumisión a la línea del partido. Verbigracia, cuando Aznar le enseñó su biblioteca personal a Vargas Llosa, el premio Nobel se quedó estupefacto al ver que estaba trufada de libros de poesía, algunos en catalán, otros en árabe y casi todos con marcapáginas incluido. Lo que demuestra la vacuidad de la crítica a las estanterías de María Pombo: en precisa correspondencia con la preponderancia del físico sobre el espíritu, no se valora tanto el interior de un libro como el lomo.
Mientras Aznar nos infligió más o menos una decena de volúmenes, Zapatero y Rajoy apenas llegan a dos y Sánchez a uno, con lo que podemos vaticinar que Feijóo, a quien las encuestas electorales apuntan como futuro presidente, probablemente no escribirá ninguno. Su erudición literaria embarrancó en 1984, la fecha en la que Orwell anunció su distopía, y además cuenta con la impagable ayuda de Tellado, que únicamente lee hilos en Twitter. Por desgracia, la excepción es Abascal, quien ya tiene cinco o seis libros publicados, un excelente ejemplo de que escribir a lo mejor no, pero leer es un verbo transitivo.
En espera de una exposición presidencial de gorras, la literatura española cuenta con un nutrido muestrario de autores que han escrito y publicado miles de páginas sin haberlas leído ni corregido. Un ejemplo preclaro fue el superventas Sabor a hiel, de Ana Rosa Quintana, quien intercaló en su tocho pasajes completos de una novela de Danielle Steel sin que ni ella misma ni los editores cayeran en la cuenta del gazapo. Que leer está sobrevalorado lo prueba el hecho de que, un par de años atrás, Sergio Ramos compartió en su cuenta de Instagram una foto de las Meditaciones de Marco Aurelio y, después de meditarlo mucho, fíjense la canción que nos ha regalado. Podía haber sido peor: podía haber escrito un libro.
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