Opinión
No podemos dormir

Escritora y doctora en estudios culturales
-Actualizado a
"No podemos dormir": por el estrés del trabajo, por las dificultades para llegar a fin de mes, por las obligaciones familiares, porque nos duele algo… Así empieza la nueva novela de Isaac Rosa, Las buenas noches (Seix Barral, 2025), la historia de un hombre y una mujer que se acuestan juntos con el fin exclusivo de poder pegar ojo, sin mantener relaciones sexuales, situándose así en el espacio liminal de la infidelidad a sus respectivas parejas. La imaginación arrolladora de Rosa indaga en las convenciones sociales que priorizan el sexo extramarital como motivo de traición (¿es o no es un adulterio?), pero, más allá de esta primera interpretación subyace una crítica al capitalismo: querer descansar, dejarse arrastrar a los paisajes de Morfeo, caer en la fase REM un número suficiente de horas como para sentirnos renovados, constituiría la verdadera deslealtad, al sistema económico. Ahora bien, ¿realmente no podemos dormir?
Afirma el científico Fernando Valladares, en su ensayo La Recivilización (Destino, 2023), que "la humanidad ha pasado a dormir casi 90 minutos menos cada día en comparación con lo que dormíamos antes de la Revolución Industrial". La expansión de la industrialización dio lugar a un nuevo sujeto exhausto que debía vender su fuerza de trabajo para salir adelante; sin embargo, lo que en un principio parecía afectar exclusivamente al obrero fabril, se ha ido extendiendo a casi todos los empleos, sean éstos burocráticos, en un banco o en la hostelería, o dentro de un sector primario mecanizado. El currante que protagoniza la novela de Rosa, un autónomo en el ámbito cultural, narra una noche de insomnio caracterizada por el papeleo digital infinito que le requiere facturar unos míseros 170 euros. Yo he perdido también sueño en mitad de esa tristeza burocrática –en expresión de Remedios Zafra– que recientemente me obligó a rechazar impartir unos talleres literarios: simplemente, no fui capaz de atravesar correctamente el dédalo de clicks con el certificado electrónico. Huelga decir, no obstante, que el problema no sólo afecta a las clases bajas y medias: la falta de sueño penetra en cada hogar como una maldición de nuestra época.
Mis antiguos alumnos de las Ivy League norteamericanas donde ejercí como profesora, al incorporarse a sus primeros empleos en Wall Street, se enorgullecían de no cerrar casi nunca los ojos. 3 o 4 horas de sábanas calientes conformaban apenas el reposo de sus días, e incluso había ocasiones en que contrataban un taxi que los llevase a casa tras una larga noche en la oficina y el mismo vehículo esperaba en la puerta a que se duchasen rápidamente, para luego devolverlos, aseados y sonámbulos, a sus quehaceres laborales. Si el economista estadounidense Thorstein Veblen levantase la cabeza, se daría cuenta de que su famoso estudio Teoría de la clase ociosa (1899) se ha quedado obsoleto, pues los ricos tampoco duermen, el "ocio" ha perdido su sentido originario para transformarse en consumismo, y el "negocio" ha colmatado todas las ranuras de la existencia. Por eso los magnates de Silicon Valley se vanaglorian de trabajar hasta desfallecer, tachando la necesidad humana de tumbarse en el lecho como una debilidad inadmisible.
No podemos dormir: la última frontera que el capitalismo ansía cruzar está a punto de ser aniquilada, de la misma forma que se han comercializado otras esferas de la vida hasta hace poco no dominadas por el entramado neoliberal, como los cuidados. Excepto, claro está, cuando esa función corporal es devorada asimismo por el mercado: el sleep tourism (turismo del sueño) va ganando poco a poco terreno como modalidad estática de las vacaciones: pagar para poder echar una cabezadita, para que nuestras anatomías desgastadas recuperen su brío; comprar el tiempo que, de otra manera, nos sería robado, por otros o por nosotros mismos en la jaula de la autoexplotación. En mitad de la ecuación, el lobby farmacéutico busca su parte del pastel y provee una gran variedad de somníferos que apacigüen unos órganos que más tarde habrán de reactivarse con alguna sustancia excitante. Impregnados con el emplasto de la productividad, ansiosos o agobiados por las facturas, el mal que relata esta novela también impacta a la población de menos edad. Como contaba hace poco la psicóloga Lola López Mondéjar, los jóvenes se muestran, en general, más escépticos a la hora de dedicar innumerables horas al trabajo –consecuencia lógica del declive de la meritocracia y los sueldos estancados–, pero igualmente insisten en desarrollar siempre alguna actividad, probable manera de añadir “contenido” a unas redes sociales que penalizan al usuario más pasivo.
Hay que hacer todo el rato, y hay que mostrarlo –cuando subo una foto de madrugada a Instagram, compruebo estupefacta la gran cantidad de desvelados que la observan–; hay que probar un desempeño frenético en el engranaje pecuniario que no cesa; hay que disimular los rostros demacrados con maquillaje o filtros del teléfono. Mientras intento terminar este artículo, pasadas dos horas de la medianoche, una multitud enardecida grita oles y vivas a algún santo en procesión y arroja bengalas. Salgo a la azotea sobresaltada por el estruendo y diviso, entre los explosivos destellos de luz, una bandada de aves que huye despavorida. Recuerdo entonces que todo esto ya lo dejó escrito Lorca en un poema: "No duerme nadie… Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan". Si no podemos dormir, tampoco podemos soñar.
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