Opinión
Prohibir para defender la democracia

Investigador científico, Incipit-CSIC
-Actualizado a
Prohibir tiene mala prensa. Y en estos tiempos más que nunca. Hubo una época en que la crítica a la prohibición era de izquierdas –el famoso “prohibido prohibir” de mayo del 68- pero hoy es la derecha quien se la ha apropiado. Existen dos puntos en común entre ambas: el ansia de liberación contra un orden que se percibe como opresivo y la reivindicación del disfrute. En el caso de mayo del 68, la liberación era respecto a un régimen que seguía siendo represivo, sobre todo respecto aquello que tenía que ver con la libertad personal –la identidad sexual y de género, por ejemplo: el movimiento fue clave para la lucha feminista y gay. Prohibido prohibir implicaba poder ser quien uno quería ser, sin trabas ni limitaciones –y disfrutar de ello.
Los nuevos adalides del prohibido prohibir, sin embargo, de lo que quieren liberarse es de las libertades y derechos que se fraguaron en los años 60. Las libertades por las que lucharon el feminismo, el antirracismo y el anticolonialismo. Al contrario que quienes se manifestaban el siglo pasado, los nuevos agraviados lo son solo en su imaginación. A nadie en Occidente le impiden ser heterosexual, lo marginan por ser blanco o le prohíben ir a misa. Las libertades de los demás, sin embargo, molestan a la extrema derecha. Las sienten como una coacción a la suya propia.
El prohibido prohibir del populismo reaccionario es una pataleta infantil. Es un “quiero hacer lo que me dé la santa gana”: insultar a los gays, no pagar impuestos, meter mi todoterreno en el centro de la ciudad, reventar el casco histórico, esparcir bulos y drenar acuíferos para jugar al golf en el desierto. Vetar cualquiera de estas actividades se percibe como un atentado contra la libertad y una forma intolerable de intrusismo por parte del Estado.
Como tantos mensajes populistas, el de prohibido prohibir es al mismo tiempo torticero y extremadamente simple y, por tanto, fácil que triunfe. Es torticero porque la abolición de restricciones nunca es absoluta, sino que viene de la mano de la imposición de otras, por lo general mucho más graves. Por lo general tienen un sesgo socioeconómico: en el mundo de Milei, Trump o Ayuso, quien más tiene, de más libertad disfruta. La libertad de especular con la vivienda de unos, por ejemplo, significa la imposibilidad de acceder a la vivienda de otros.
Es un mensaje torticero, por otro lado, porque la abolición de prohibiciones suele afectar a las de un tipo muy específico, generalmente aquellas de las que nos hemos dotado para protegernos como sociedad. Para defender nuestros derechos básicos, los alimentos que consumimos, el agua que bebemos, nuestra salud. O para proteger a las minorías.
El prohibido prohibir del populismo reaccionario es un eslogan sencillo porque es directo y carece aparentemente de ideología ¿Quién puede estar en contra de la libertad? ¿A quién le gusta que le digan lo que tiene que hacer o dejar de hacer? Acabar con las prohibiciones es celebrar la fiesta y la gamberrada. Es un mensaje antiautoritario e irreverente (en la forma). Por eso, también, triunfa cada vez más entre los jóvenes.
Frente a este panorama, la tarea resulta tan complicada como imprescindible: reclamar la importancia de la prohibición. Para empezar, habría que insistir más en la falacia de la libertad reaccionaria, que implica siempre más opresión y menos derechos. Pero habría que recordar también que prohibir es algo consustancial al ser humano. No existe ninguna sociedad que no lo haga, desde los grupos de cazadores-recolectores más igualitarios a las democracias parlamentarias. La prohibición es la forma en que las sociedades garantizan su existencia y el modo en que clasifican y ordenan el mundo. Es más, la ausencia total de límites resulta característica de los regímenes autoritarios, donde hay un líder y un grupo selecto que no se ven sometidos a ningún tipo de veto –en la inviolabilidad de nuestro rey subsiste esa libertad absoluta de los monarcas divinos y los dictadores. Prohibir es democrático.
Prohibir, además, es progresista. Cada uno de los avances que se han dado en Occidente en los últimos 200 años han venido de la mano de la prohibición: del poder omnímodo de los monarcas, de la exención fiscal de los nobles, de la esclavitud, del trabajo infantil.
Y es, ante todo, un ejercicio de responsabilidad, vital para la supervivencia del grupo y, en los tiempos que corren, del género humano. Necesitamos prohibir para evitar que la falta de límites que alienta la crisis ecológica y climática degraden nuestras condiciones de vida hasta extremos inimaginables.
Frente a la infantilización y la bufonería de la derecha populista, es necesario que las fuerzas progresistas vuelvan a reclamar la responsabilidad como valor político. Porque ya va siendo hora de que los adultos pongan orden en casa.
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