Opinión
La Vuelta ciclista y el derecho a la protesta

Por Albert Noguera
Jurista y politólogo
-Actualizado a
La Vuelta se ha convertido en un escenario de tensión y detenciones policiales. En varias etapas, los ciudadanos intentaron bloquear la carrera para protestar contra la participación del equipo de Israel, llegando a interrumpir momentáneamente la competición. Las reacciones en tertulias de televisión y radio han reabierto el debate sobre el derecho a la protesta social y sus límites en un Estado de derecho.
En esas tertulias se manifestaron, entre otras, dos grandes posturas. De un lado, los tertulianos de derechas definen la protesta como un no-derecho. Del otro, los progres bienpensantes la aceptan únicamente como un derecho derivado, subordinado a otras libertades: “Está muy bien que la gente lleve banderas y pancartas, pero no que tiren las vallas, haya altercados o bloqueen por la fuerza el paso”. Frente a ambos enfoques, aquí defendemos que una democracia madura no puede concebir la protesta ni como no-derecho ni como derecho accesorio, sino solo como un derecho pleno con todo lo que ello implica.
A primera vista, las posiciones del derecho derivado y del derecho pleno parecen coincidir en el nivel superficial del discurso al reconocer que la protesta es fundamental para la democracia. Sin embargo, en el plano estructural difieren radicalmente. Cuando los progres liberales reducen la protesta a un acto expresivo subordinado, despojándola de su dimensión disruptiva y conflictiva, acaban transformándola en un simulacro inocuo de participación que, en la práctica, se acerca más a la posición del no-derecho que a otra cosa. Detengámonos en explicar esto.
1. La protesta como no-derecho. Esta primera postura, sostenida por los tertulianos de derechas, parte de una visión idealizada del orden público según la cual el ciudadano tiene el deber, casi natural, de no perturbar el “buen orden de la comunidad”. Se entiende el orden público como un conjunto de reglas no escritas, cuya observancia, de acuerdo con concepciones ético-morales, se considera como primera condición para una convivencia ordenada. El fundamento de tal obligación radica en el mundo del “deber ser”, se trata de una obligación moral del ciudadano. Así, cualquier “alboroto” se entiende como un fracaso de la autoridad y una amenaza para la convivencia.
Esta no es una visión nueva. Ya a comienzos del siglo XX, Otto Mayer formuló esta idea de orden como obligación moral. En España, este enfoque encontró su máxima expresión durante el franquismo, cuando la cláusula de orden público de la Ley Orgánica del Estado de 1967 sirvió para justificar la represión de la disidencia. Bajo esta lógica, la protesta nunca se reconoce como derecho, la obligación natural de obediencia del ciudadano se convierte en un poder del Estado para actuar contra él. Así, el orden público sufre una mutación irreversible en cuanto a su funcionalidad, pues pasa de ser una cláusula garantizadora y protectora de un bien jurídico, a una que constriñe y limita derechos y libertades.
2. La protesta como derecho derivado subordinado a otras libertades. La segunda postura se encuentra en boca de los progres bienpensantes, quienes se presentan como firmes defensores del derecho a la protesta frente a la negación de la derecha mediática. Sin embargo, al profundizar, su posición se revela mucho más restrictiva de lo que aparenta. Aprueban las manifestaciones pacíficas y simbólicas, pero rechazan de plano aquellas que desbordan la mera expresión testimonial con bloqueos o choques con la policía. Con ello reducen el derecho a la protesta a un derecho derivado subordinado a otras libertades o, dicho de otra manera, a un “acto expresivo regulado”.
Un acto expresivo porque consideran la protesta como un ejercicio accesorio del derecho a la libertad de expresión. El hecho de que la Constitución no lo reconozca explícitamente como tal, hace que tradicionalmente el derecho a la protesta social se haya construido doctrinal y jurisprudencialmente no como un derecho autónomo sino como derivado o colgante del derecho fundamental a la libertad de expresión.
Y regulado porque, al igual que cualquier otro acto expresivo, entienden que debe estar sujeto a límites para prevenir afectaciones a derechos fundamentales colindantes. Bajo este enfoque, al igual que un concierto nocturno puede ser obligado a bajar el volumen para no molestar a los vecinos, también quien protesta debería aceptar restricciones semejantes. Con esa lógica operan dos doctrinas centrales: la del foro público, que determina la idoneidad del espacio elegido para la protesta y tiende a relegar a los manifestantes a lugares “poco conflictivos”. Y la de las regulaciones de tiempo, lugar y manera, que faculta a las autoridades a exigir permisos, fijar horarios o prohibir ciertos espacios para encuadrar la protesta dentro de parámetros previamente definidos.
Esta es, en última instancia, una concepción falseadora de la protesta. Protestar sería así, poco más que un ejercicio de buenas maneras, una actividad expresiva llevada a cabo por sujetos racionales y moralmente virtuosos que, en el marco de un espacio público pulcro y ordenado, se dedican a intercambiar argumentos como si estuvieran en un club de debate. En este mundo idealizado, la protesta no es una acción conflictiva, sino una acción narrativa amable y cívica destinada a “informar” a la sociedad sobre algún tema pendiente. En coherencia con ello, parece natural, y hasta higiénico, imponer límites y regulaciones para que la protesta no incomode demasiado ni altere la armonía general. Una protesta reducida, en definitiva, a un gesto decorativo de ciudadanía responsable, perfectamente compatible con el normal funcionamiento de la vida. El problema es que, bajo este enfoque, lo único que queda de la protesta es su simulacro, pancartas coloridas, fotos para la prensa y la satisfacción moral de haber cumplido con el rito democrático sin molestar a nadie. Sin embargo, protestar no es esto, es otra cosa.
3. El derecho a la protesta como derecho pleno. A diferencia de lo anterior, la protesta, por su propia naturaleza, solo puede ser:
En primer lugar, incómoda y vulneradora de otros derechos. La generación de molestias es inherente a la protesta y ello, en principio, no es ni bueno ni malo, simplemente constituye uno de los elementos esenciales para que esta pueda cumplir su objetivo. La protesta necesitará interrumpir la inercia de la cotidianidad y alterar el orden establecido para que este pueda ser recompuesto en función de las demandas planteadas. El éxito de la protesta depende precisamente de su capacidad para incomodar, invadir otros derechos y forzar a la autoridad a responder.
Y en segundo lugar, disruptiva y con fuerza. Pretender que solo sean admisibles las acciones “puras” libres de toda fricción o violencia, resulta absurdo. Hay que evitar caer en un moralismo pacifista que, en la práctica, niega la radicalidad inherente a los conflictos políticos. Los conflictos sociales no pueden reducirse a un mero intercambio discursivo entre actores, siguiendo la lógica deliberativista de la argumentación. Por el contrario, el litigio político implica la creación de instancias de escenificación, espacios en los que una parte se enfrenta a la otra como adversaria, cuestionando la aparente naturalidad de una realidad que el poder presenta como dada. En estas dinámicas entran en juego cuerpos y acciones concretas que, frente a la actuación de las fuerzas policiales o ante situaciones de exclusión persistente, reaccionan y pueden desplegar grados legítimos de coerción o fuerza, ya sea como estrategia de presión o como expresión de desesperación. Tales manifestaciones no persiguen el culto al caos, quienes se movilizan con intensidad lo hacen por indignación, no por devoción a la destrucción. La frontera entre política y violencia es, en este sentido, mucho más difusa y compleja, y debe ser comprendida desde la historicidad y la conflictividad propias de cada caso.
En resumen, el derecho a la protesta solo puede comprenderse en su plenitud si se acepta su naturaleza disruptiva y capaz de ejercer coerción social. Porque la protesta es esto, lo contrario es otra cosa, pero no protestar. Pretender reducirla a un acto expresivo pacificado y regulado la vacía de contenido y falsea. Afirmar que la protesta es esencial para la democracia y, al mismo tiempo, exigir que no incomode, no altere ni ejerza fuerza, constituye una contradicción flagrante, negar lo que se afirma defender. En la práctica, esta visión acerca la postura del derecho derivado más a la del no-derecho que a la de derecho pleno. Por ello, resulta imperativa la defensa incondicional del derecho a protestar contra el genocidio sobre el pueblo palestino, reconociendo plenamente la fuerza disruptiva de la protesta y proceder a la retirada inmediata de todos los cargos judiciales contra las personas detenidas en las etapas de la Vuelta.
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