Este artículo se publicó hace 11 años.
Yo soy Chávez (o por qué esta vez tampoco se va del todo)
Íñigo Errejón
Doctor e investigador en Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid
Caracas es una ciudad bulliciosa, pero ayer, martes 5 de marzo, estuvo impregnada de un silencio duro y contagioso. No sólo en los barrios populares sino también, por razones distintas, en los vecindarios más acomodados de la ciudad, donde durante estas semanas se habían celebrado las malas noticias sobre la salud del Presidente. El anuncio del vicepresidente Nicolás Maduro durante la mañana instaló ya un duelo adelantado, que se confirmaba en la comparecencia de la tarde. Desde entonces, Venezuela comenzaba a sumirse en un llanto sereno, los trabajadores que aún no lo habían hecho detenían su jornada, los vendedores informales cerraban antes, los coches, en los atascos, hacían sonar menos sus bocinas, las gentes del pueblo comenzaban a concentrase en las plazas Bolívar de cada municipio.
El ánimo dolido pero sereno de las concentraciones contrasta con la algarabía de "expertos", todos de acuerdo entre sí, que desde el oligopolio mediático español —el abanico de medios concentrado en pocas empresas que el liberalismo llama libertad de expresión— apenas podían contener la excitación imaginando transiciones y tábulas rasas en Venezuela. La vieja pretensión colonial de dar lecciones de democracia, sin embargo, es cada vez más inverosímil. En estos momentos la población española enfrenta un verdadero drama social, y la fractura con las élites políticas y económicas, además de la inviabilidad -social, económica, territorial- del que ha sido el proyecto histórico de país de la lumpen-oligarquía doméstica, comienza a abrir importantes brechas en el régimen nacido de la Constitución de 1978. Un Gobierno muy desprestigiado, que fue elegido con menos de la mitad del apoyo popular del venezolano conduce un agresivo programa de ajustes que castiga a los sectores populares y medios, que no llevaba en su programa electoral y que ejecuta al dictado de poderes económicos extranjeros no elegidos por la ciudadanía, escatimándolo además al debate público. Las protestas de la mayoría social empobrecida se saldan con centenares de golpeados y detenidos por la policía, y los medios de comunicación están prácticamente cerrados para el país real, mientras son un altavoz permanente para los valores, el lenguaje y las interpretaciones de las élites dominantes. No parece un currículum que permita impartir demasiadas lecciones de democracia.
Y sin embargo, sorprende el sentimiento de superioridad que permite a unas élites especialmente mediocres descalificar el proceso político venezolano. Examinemos algunos de sus argumentos. No pudiendo impugnar seriamente la legitimidad democrática del sistema político, se echa mano de una herramienta que los poderosos, significativamente, emplean con cada vez más frecuencia en Europa: Chávez es un líder "populista". No importa que ninguno de los que usan el término sea capaz de ofrecer una definición convincente del mismo, el poder del término está precisamente en su viscosidad.
El problema es que su sobreuso puede comenzar a dejar ver las costuras de la concepción política que hay tras él: una convicción de cuño liberal y no democrático que entiende que la democracia puede ser abusada si se excitan las "bajas pasiones" que tienen por naturaleza las masas pero nunca los sectores minoritarios y privilegiados. Este argumento, según el cual la irrupción de la plebe en política puede amenazar la democracia, se ubica en un razonamiento que puede terminar conduciendo al sufragio censitario (para evitar la "demagogia" que excita a los pobres) o a las democracias de baja intensidad occidentales en las que las principales decisiones e instituciones que rigen la vida social (la economía, los medios de comunicación, el poder judicial, las fuerzas armadas,etc.) están a buen resguardo de la soberanía popular, y son de facto espacios reservados para las minorías privilegiadas.
El argumentario contra Chávez continúa con dos argumentos directamente relacionados con el anterior. Por una parte, se critica la relación de liderazgo, a la vez que se denigra como "payaso" a un Presidente que cometió la osadía de parecerse a quienes le elegían. Por eso en España gobierna un registrador de la propiedad mientras que en Venezuela el probable próximo presidente, si los venezolanos le entregan su confianza, será un antiguo conductor de autobuses urbanos. Las sociedades europeas también parecen estarse cansando de señores serios y grises de corbata que gobiernan al dictado de los más ricos, mientras América Latina se llena de presidentes sin corbata, trabajadores, exguerrilleros, campesinos, indios y mestizos. Hay quien sigue sin entender que esto no sólo es alternancia sino que marca un cambio de época. Esta crítica al liderazgo, compartida por algunos sectores de izquierda, olvida que toda relación de liderazgo lo es de representación, y por tanto entraña un sentido de negociación y tensión: en contextos democráticos, alguien lidera en la medida en que encarna y satisface anhelos de un conjunto social, y deja de hacerlo cuando éste le retira su apoyo. En el caso de Chávez, ese apoyo provenía de los sectores más pobres y racializados como inferiores —negros, mestizos— que, en virtud de un nuevo contrato social, obtenían una expansión sin precedentes de los derechos sociales, de su soberanía, de su inclusión. Desde las conquistas materiales hasta las simbólicas, no menos importantes: "De niña en la escuela me daba pena (vergüenza) mi nariz, por ser de negra, hasta que llegó Chávez", contaba el otro día una amiga. Estos son los sectores que hoy conforman la identidad mayoritaria y hegemónica de Venezuela: el chavismo, que ha sabido desplazar el eje de gravedad del país hacia la izquierda y en favor de la centralidad de los sectores populares. Quienes no entienden esto olvidan, por voluntad o desconocimiento, que las identidades políticas se fraguan sobre las más diversas referencias. En Venezuela, tras una dislocación radical de los sentidos de pertenencia tradicionales, se produjo un masivo realineamiento popular que ha ido cristalizando en torno al nombre de Chávez.
Por otra parte, el discurso liberal imperante suele aducir que en Venezuela existe una gran "polarización". Curiosamente, no se leían esas críticas cuando en Venezuela la pobreza era del 49,7% en 1999 (hoy es del 27,8%, el tercer país con menor pobreza del continente) y la extrema pobreza del 25% y hoy del 7% de la población, según datos de la CEPAL. ¿El país de 1999 estaba menos polarizado que el de hoy? Así que la polarización no se produce cuando en un país una minoría vive en el lujo mientras la mayoría pasa hambre, sino cuando dos o más opciones políticas confrontan modelos de país. Este sería un absurdo democrático si no le añadiésemos el ingrediente clave: hay polarización siempre que en esa confrontación salen derrotadas las opciones políticas afines a la oligarquía económica, perjudicada por el reparto de la riqueza y la recuperación de la soberanía nacional y popular sobre la riqueza y los recursos naturales. Imagínense si a esto le añadimos petróleo que deja de engordar cuentas bancarias en Estados Unidos o Panamá y pasa a financiar medicinas, pensiones, universidades o viviendas. Polarización absoluta. Y demagogia. El ejemplo venezolano es un insulto para las élites: los de abajo pueden conformar una identidad mayoritaria, constituirse en un pueblo e identificar los intereses del país con los suyos, para gobernarse. Y resistir un paro patronal, el acoso de las potencias imperiales y un golpe de Estado. Nota importante, todo ello habría sido imposible sin un apoyo popular de masas, sin un entusiasmo político desbordante, pero también, por desgracia no faltan experiencias, de la mayor parte de las Fuerzas Armadas, marcadas por una composición plebeya y progresista. Sin ellas Chávez habría sido otro Salvador Allende, más "estético" para ciertas izquierdas, menos útil para su pueblo.
Y ahora ¿qué va a pasar en Venezuela? Por desgracia para los apologistas del caos, el camino lo marcan la Constitución y la voluntad popular. Es preciso recordarlo: no hay transiciones en sistemas democráticos. Se celebrarán elecciones en el corto plazo y el poder político volverá a responder a las preferencias democráticas libremente expresadas. Como ha sucedido en 14 años con 17 procesos electorales y la práctica democrática directa en instituciones locales y laborales. El problema es que su veredicto quizás no guste a los privilegiados.
Quedan por supuesto muchas tareas por acometer y errores por corregir en Venezuela. Sólo los procesos políticos imaginarios están exentos de problemas, límites, fealdades. A cambio, claro, no existen más que como deseos. Pero, como dice el presidente uruguayo José Mujica, los que aspiran a cambiar las cosas tienen que ser capaces de mejorar la vida de las gentes sencillas mientras lo intentan cambiar todo. Lo otro son revoluciones de café.
El proceso político venezolano, que muchas de sus gentes llaman revolución, ha enfrentado muchas tareas a la vez: conquistar soberanía nacional, transformar el Estado oligárquico heredado y construir una máquina de inclusión y producción de nuevo orden, de nuevas políticas públicas para las mayorías sociales, redistribuir de inmediato la riqueza y derrotar a la miseria, romper con la dependencia primario-exportadora y ensanchar la base de su economía, cambiar la cultura popular consumista e individualista y generar un imaginario nuevo que acompañe las transformaciones sociales, etc. Todo ello en un contexto de rendición de cuentas democrática más intensa y con más frecuencia que en ningún país europeo, con disputas no siempre pacíficas del poder político y duras resistencias de las oligarquías en retirada. Por eso son procesos agujereados, incompletos, insuficientes. Pero vivos, en manos de sus pueblos. Expandiendo justicia social, desmercantilizando necesidades, produciendo un país nuevo, de gentes más iguales y por ello más libres.
Por eso se equivocan quienes le confían a la muerte las esperanzas de ganar lo que nunca pudieron con la seducción de mayorías. Duele mucho su falta, más después de haberle escuchado, admirado, escrito y tocado. Pero se muere habiéndose sembrado: Chávez ha cambiado ya Venezuela y América Latina, en primer lugar el imaginario de sus pueblos. Cuando en las calles de Caracas centenares de miles gritan "Yo soy Chávez" o "Chávez es un pueblo" no están haciendo retórica, están celebrando que ese nombre propio ya es común, designa a un bloque popular que hoy conduce el Estado y abre un nuevo tiempo político más justo y democrático.
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