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Forasteros meapinos contra payeses

ÓSCAR ABOU-KASSEM

En el Baix Empordà (Girona) están padeciendo una nueva plaga en los bonitos pueblos de la comarca. Los payeses locales cuentan que la sufren cada fin de semana y todos los meses de agosto. No se trata de gusanos o topillos que se comen la cosecha. Son los urbanitas que se han comprado una casa de veraneo en la región e intentan imponer su dinámica de descanso a los nativos. Así arranca mi ruta de 15 días que parte de Catalunya y que, bajando la costa mediterránea, debería acabar, si no ocurre nada imprevisto, en Málaga.

Los payeses ya les han puesto nombre a los forasteros: pixapins (meapinos en catalán). El mote viene de la afición de los recién llegados a desarrollar su sentimiento de libertad en plena naturaleza miccionando bajo un árbol, generalmente junto a un pino. Consideran que en la ciudad está mal visto orinar en la calle pero que en el campo es lo normal.

Otro de los apelativos preferidos para los de fuera es el de quemacus (de la expresión qué bonito en catalán). El apodo se refiere a la facilidad con la que los nuevos propietarios expresan lo bello que les parece cualquier cosa que van descubriendo en el entorno rural. Todo les parece bonito y no dejan de decirlo.

La llegada masiva de los nuevos propietarios ha generado muchos problemas de convivencia con los payeses. Todos los fines de semana se repite la misma guerra cuando una legión de coches llega a su segunda casa en la comarca gerundense para pasar unos días de presunto descanso. Pero el ansiado relax de los forasteros choca con la vida rural de los nativos y viceversa.

El caso prototípico es el de quien se compra una masía restaurada en el pueblo pero que está próxima a una granja. Los pixapins descubren enseguida que el campo tiene nuevos olores, pero que no todos les gustan. Sobre todo el de las cacas de los cerdos. Los recién llegados protestan constantemente a los ayuntamientos por el vertido de purines: la mezcla de estiércol y excrementos que los payeses sacan de las explotaciones ganaderas. Los agricultores dicen que se trata de mobbing rural: que los alcaldes están fomentando el desarrollo urbanístico poniendo trabas a su trabajo para contentar a los foráneos.

En el pueblo de Ultramort, durante la semana las calles hacen honor al nombre. Una de las granjas está a escasos metros del ayuntamiento. El centro del pueblo huele a estiércol. El fin de semana llega el desembarco. Lluís, un jubilado del lugar cuenta como cada fin de semana tiene que aguantar la discoteca que sus vecinos de enfrente montan en el jardín. La sala de fiestas tiene nombre: Can Beltrán, la masía reformada de una familia barcelonesa. Son pijos de perfil bajo, nada de ir luciendo marcas con cocodrilos o caballitos practicando deportes.

La convivencia siempre puede mejorar, sobre todo si alguien interviene. A la salida del ayuntamiento de Mont-ras está Manel Montalbán, el alcalde. Él está encantado con la inmigración a la carta que tiene el pueblo. Gente con dinero que no causa problemas. La solución: una urbanización de chalets a las afueras de Mont-ras.

Montalbán sonríe al recordar cómo acabó con el primer motín de un ilustre pixapin. Ricardo Bofillse construyó una casa en el pueblo, la única vivienda que desentona con el entorno. El arquitecto (Bofill padre se entiende) protestó por el ruido que cada 15 minutos doblaban las campanas de la iglesia del pueblo. El sonido del campanario sólamente molestaba al arquitecto cuando decidía irse a dormir a las siete de la mañana, tras despedir aquellas entretenidas veladas que pasaba con sus amigos.

El alcalde, con el apoyo del pueblo no hizo caso al prestigioso arquitecto. Las campanas siguen sonando cada cuarto de hora a unos decibelios mucho más bajos que el de cualquier claxon en la ciudad.

 

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