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Mostar, los clavadores de Stari Most lograron sobrevivir

El furor croata durante la penosa guerra en Bosnia se ensañó con Mostar, la ciudad que los herederos de los ustachis quisieron convertir en la capital a base de hierro y fuego

POR GORKA CASTILLO

El furor croata durante la penosa guerra en Bosnia se ensañó con Mostar, la ciudad que los herederos de los ustachis quisieron convertir en la capital de la inexistente República de Herzeg Bosna a base de hierro y fuego. 16 años después, los restos de la batalla siguen presentes. El Stari Most, el Puente Viejo, el símbolo que desde el siglo XVI unía las dos orillas de la ciudad otomana separadas por el río Neretva, quedó hecho fosfatina. Durante dos largos años, con sus respectivos inviernos heladores, el Consejo de la Defensa Croata (HVO) sometió a Mostar a un asedio inhumano. Más de 120.000 personas tratadas como ganado. Una guerra fraticida, sin tregua. Los 30 metros de longitud del Puente Viejo hoy Patrimonio de la Humanidad se cruzaban a la carrera. Los francotiradores y la artillería croata ensayaban aquí su tiro al blanco. Hoy conviene pasear por la orilla mulsumana del río y observar como dos supervivientes de aquella guerra se lanzan al agua como proyectiles humanos. Quizá para mostrar a los turistas de la guerra la metralla que llevan tatuada en su piel. Quizá para no olvidar el miedo que sintieron.

Estos clavadores de Mostar eran milicianos instruidos en el cuerpo a cuerpo para poner fin al martirio de la ciudad. Frente a un Ejército bien armado, ellos compartían el fusil y la ametralladora. Hoy calzan zapatillas de deporte, usan bañadores speedo y cobran en dólares la función de lanzarse al vacío desde 20 metros de altura ante la mirada atónita y los grititos de sobresalto de algunos visitantes que creían haberlo visto todo sentados frente a un televisor.

En las callejuelas de Mostar, los puestos de té alivian los oscuros recuerdos. El casco antiguo está a medio reconstruir. La parte alta de la ciudad musulmana, el Stari Grad, mantiene congeladas la señales de su largo cautiverio. Las fachadas siguen arañadas por la metralla, las casas están reventadas por las granadas y el parque central continúa lleno de estelas que se alzan como un Ejército silencioso e inútil. Los Dula, Halim, Salko, Mirza, que acaso un día jugaron al escondite en estos jardines de azaleas, duermen hoy bajo tierra. El muftí el encargado de la interpretación de los textos sagrados islámicos sigue rezando sobre el silencio de sus tumbas.

En la otra orilla, los croatas cantan Nuestra bella tierra mientras exhiben sus banderas arlequinadas para dar fe de sus posesiones. Por eso, la gente de Mostar sigue mirando con recelo. No se fían de los charlatanes de la solidaridad. ¿Cuál es el destino de una ciudad entregada a sus carceleros? Al menos, en este enclave montañoso, los nadadores de Mostar lograron sobrevivir. Escaparon hacia Jablanica y Trebinje donde encontraron refugio en la Armija. En Medjugorje, a escasos 20 kilómetros del infierno, no fueron bien recibidos. Los escasos peregrinos que llegaban a visitar el santuario donde se supone que se aparece la Virgen cada día desde hace más de 20 años ahuyentaron a los refugiados musulmanes. Antes del conflicto, el 40% de los habitantes de Mostar eran musulmanes, el 35% croatas y el resto, serbios. Hoy nadie habla de porcentajes.

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