Este artículo se publicó hace 2 años.
'La edad dorada' pone a la alta sociedad neoyorquina del XIX a lanzarse pullas
HBO Max estrena este martes la nueva serie de época de Julian Fellowes con un reparto femenino envidiable.
María José Arias
Madrid-
La edad dorada, nueva serie del creador de Downton Abbey, es una historia de bandos, del choque frontal entre lo nuevo y lo viejo, entre la tradición y la modernidad. Un retrato, desde la particular y lujosa perspectiva de Julian Fellowes, de la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX y de cómo hubo de afrontar la llegada a sus vecindarios de unos nuevos ricos ansiosos por entrar en sus círculos de postín y ser aceptados en sus actos benéficos. Y, como no podría ser de otra forma, también hay amores imposibles por razón de clase social. Es Followes. Eso y un diseño de producción rico en detalles son parte de su firma inconfundible.
El miedo a lo desconocido, al cambio y a perder la posición adquirida en beneficio de quienes vienen detrás pisando fuerte y reclamando sus derechos adquiridos con el trabajo, el talento y la ambición es el gran tema que recorre La edad dorada en los cinco capítulos vistos antes del estreno de este martes. A un lado de la calle, literalmente, se sitúa esa familia que se aferra a sus privilegios y que mira por encima del hombro a quienes han ascendido en lo económico a través de los negocios. Son las hermanas Brook, interpretadas por unas impecables Christine Baranski y Cynthia Nixon. Dos mujeres en su madurez que pasan las horas leyendo la prensa, escribiendo correspondencia (o dictándola) y acariciando a un perro mientras toman un tentempié.
En un alarde de generosidad extrema, desde su punto de vista, han aceptado bajo su techo a una sobrina venida de Pensilvania, hija del hermano varón del que reniegan y a la que su padre dejó sin un dólar a su muerte. La acogen, la visten y la dan de comer. A cambio debe ajustarse a sus normas. Ellas, sobre todo Agnes (Baranski), marcan con quien puede o no relacionarse. Lo cual es un problema ya que casi nada más llegar esta inicia varias de esas relaciones con las que ella disfruta y sus tías reprueban. Porque, desde su juventud y origen, Marian (Louisa Jacobson) no entiende los argumentos que le ofrecen para darles la espalda a esos ‘amigos’ convirtiéndose así en el puente entre ambos mundos.
Al otro lado de una calle flanqueada por palacetes/mansiones de fachadas inmaculadas y empedrado de reciente estreno residen un empresario del ferrocarril (Morgan Spector) y su ambiciosa esposa, los Russell. Se acaban de mudar y están deseando deslumbrar a los viejos ricos con los platos de su chef francés. La obsesión de ella, a la que da vida una Carrie Coon capaz de plantar cara a cualquiera y que derrocha presencia, es que les reciban en los salones de la alta sociedad neoyorquina, donde el ego se mide en pliegos de los vestidos y las ‘señoras de’ ningunean a todo aquel que no consideran de su ramillete social.
Como serie, La edad dorada se mueve en un periódico histórico tremendamente rico en lo político, lo social y lo cultural. Sin embargo, no es su objetivo principal profundizar demasiado en ello. Lo que le interesa es lo que se cuece en esas reuniones entre hombres de negocios, pero sobre todo lo que se cocina en los salones donde la cámara se pasea como una invitada más. Las verdaderas protagonistas de esta historia son ellas: las mujeres de la alta sociedad neoyorquina del siglo XIX. Sus aspiraciones, sus maquinaciones (hay más de política y estrategia en sus corrillos con té o café y pastelitos que en los despachos de sus maridos), sus dardos envenenados sobrevolando las estancias y la aparente comodidad en la viven. Aunque eso solo sea una fachada.
En segundo término quedan las historias de esas otras mujeres, las que se mueven entre fogones y escobillas, a las que se presta algo menos de atención. Entre unas y otras surge uno de los personajes más interesantes que ofrece esta serie, el de Peggy Scott (Denée Benton). Una mujer negra que debe enfrentarse a un doble muro, su condición de mujer y su color de piel, para alcanzar un sueño: publicar sus historias. Además, este personaje sirve para asomarse también al mundo al otro lado el puente de Brooklyn, a esa comunicada afroamericana de cuenta corriente abultada que no se mezclaba con la de Manhattan. La pena es que esa ventana no se abre hasta la mitad de la temporada y ni siquiera lo hace del todo. Puede que se lo reserven para la segunda mitad.
En los primeros capítulos los exteriores se limitan a dos calles, a algún paseo por Central Park y a alguna fachada mostrando una cuidad tremendamente limpia y tranquila. La producción echa el resto en lo que a decorados interiores se refiere, al vestuario y a la peluquería. Tal es el nivel de detalle que la cámara no duda en tomarse su tiempo para recorrer las distintas estancias por las que se pasea siguiendo especialmente a los personajes femeninos para que el trabajo del equipo de vestuario, sobresaliente por otra parte, se aprecie en todo su esplendor y en 360 grados.
En medio de todo eso, del enfrentamiento por un pedazo de notoriedad social o de un negocio ferroviario, surgen las historias de amor e intrigas que tanto gustan a Fellowes y a quienes se entregan a sus series. Porque, ¿qué sería de una historia de época con una luz tan espléndida y un vestuario tan maravilloso sin su historia de amor a la contra? ¿Y sin sus cotilleos, sus rencillas, sus traiciones y sus planes ocultos? Porque bajo esa capa de esplendor y vida entre algodones de algunos se esconden dramas y traumas. Abajo, en las cocinas, también hay tragedias que saldrán a la luz (alguna se atisba en esos primeros episodios).
Para cerrar el capítulo de tramas, no faltan los habituales tejemanejes para conseguir información de valor y llevar a cabo un plan donde el dinero lo es (casi) todo sin que falten las alianzas entre señores y criados. Nadie es mejor aliado en este tipo de series de ricos de época enfrentados que el sirviente descontento de la mansión rival.
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