Este artículo se publicó hace 4 años.
La deriva antielectoral deja a Donald Trump aislado en la Casa Blanca en la recta final del mandato
El presidente de Estados Unidos, en su batalla sin base contra el resultado de las elecciones, está cada vez más solo: ha despedido o aceptado la dimisión de al menos una docena de altos cargos de su administración y hasta el Partido Republicano ha acabado dándole la espalda. Sólo continúan con él su familia y su abogado Rudy Giuliani.
Manuel Ruiz Rico
Washington-
Como en la película Aguirre y la cólera de dios, Donald Trump es un Klaus Kinski redivivo a bordo del barco de la Casa Blanca cada vez más hundido, yendo hacia ninguna parte y con menos tripulantes: tras la derrota electoral del presidente por cinco millones de votos frente al demócrata Joe Biden, al que había calificado de ser un candidato "malísimo", muchos de sus colaboradores en la administración han saltado por la borda o han sido despedidos por el presidente en alguno de sus coléricos arrebatos; el último de ellos, su batalla judicial para demostrar un presunto masivo fraude electoral.
Al menos una docena de cargos altos y medios de su administración han sido despedidos de forma fulminante o han presentado su dimisión desde la debacle electoral mes de noviembre. El último de ellos, el fiscal general William Barr, aliado de Trump en todos sus arrebatos salvo en el último. En medio de la constante batalla judicial de Trump sobre las elecciones del 3 de noviembre, Barr presentó su carta de dimisión el pasado 13 de diciembre, que el mismo mandatario se encargó de hacer pública: el presidente anunció que el fiscal estaría en su cargo hasta el 25 de diciembre, así que aprovechando el parón navideño, se iría a su casa.
Antes de irse, el pasado lunes, Barr quiso dar un codazo a su futuro exjefe. En una rueda de prensa, el fiscal general aseguró que no iba a nombrar a un fiscal especial que investigara los supuestos fraudes electorales de los comicios presidenciales de noviembre después de que ninguna de las muchas demandas interpuestas por Trump en tribunales locales, estatales y el Supremo haya prosperado por falta no ya de pruebas sino de meros indicios.
"Si pensara que un fiscal especial es una herramienta correcta y apropiada, nombraría a uno, pero no lo he hecho y no lo haré. Y no veo ninguna base para la confiscación de máquinas [de recuento de votos] por el gobierno federal", dijo Barr, rotundo. La alianza de Barr con el presidente alcanzó su paroxismo el 1 de junio en la capital del país, Washington, cuando el fiscal general autorizó, en las protestas tras la muerte de George Floyd, que el ejército de Estados Unidos atacara a una manifestación pacífica para disolverla sin contemplaciones con el único fin de que Trump pudiera salir de la Casa Blanca a la aledaña Iglesia de San Juan para hacerse una foto con una biblia en la mano (biblia que portó del revés: reflejo de su escasa destreza en los menesteres religiosos).
Aquel Barr fiel a Trump ha sido el último en abandonar el barco; o empujado fuera de él por el presidente, como le ha sucedido a otros. A bordo de ese barco, que apenas es ya una almadía desecha y liviana de tripulación, como la que lleva a Kinski al final de la película de Herzog, apenas sacan pecho la familia del presidente y su abogado personal, Rudy Giuliani, lo que genera escenas mediáticas que parecerían extraídas de un capítulo Los Soprano más que de la última temporada de El ala oeste de la Casa Blanca.
Tras la derrota electoral de Trump, confirmada cuatro días después de la jornada electoral, el sábado 7 de noviembre, tras un agónico recuento sobre todo en Pensilvania, Georgia, Nevada y Arizona (Estados todos que fueron para Biden), Trump anunció la primera baja de calado: despedía al secretario (equivalente a ministro) de Defensa, Mark Esper. El presidente lo anunció el 9 de noviembre, aunque en realidad había sido Esper quien había presentado su carta de dimisión. La relación entre él y Trump era muy mala desde que el secretario de Defensa criticara públicamente la operación de haber disuelto con gases lacrimógenos y balas de goma la protesta pacífica en las cercanías de la Casa Blanca el 1 de junio.
Ocho días después de la renuncia de Esper, el martes 17 de noviembre, Trump se cobró su siguiente víctima: despidió Christopher Krebs, director de seguridad cibernética del Departamento de Seguridad Nacional. El futuro expresidente no ocultó los motivos, en un gesto de sacar pecho y aparentar fortaleza que no transmitió sino la sensación contraria, la de un Kinski o un Lope de Aguirre proclamándose emperador ante decenas de monos titís y soñando con extender su imperio y su linaje a bordo de una almadía descuajaringada y repleta cadáveres mientras es tragado más y más por la selva del Amazonas. Krebs había asegurado con una claridad palmaria que "no hay evidencias de que ningún sistema de recuento de votos haya borrado o perdido papeletas, cambiado votos, o haya comprometido los resultados de algún modo". Al despedirlo, Trump dejó claro en Twitter que "las recientes declaraciones de Chris Krebs sobre la seguridad de las elecciones de 2020 han sido altamente inexactas, puesto que hubo fallos y fraude masivos".
Junto a los pesos pesados de Esper, Krebs y Barr, ha habido una decena de renuncias o despidos de peso en la administración Trump, según el recuento del medio Business Insider, entre ellos: Bryan Ware, de la Agencia de Seguridad Cibernética; Valerie Boyd, secretaria adjunta para asuntos internacionales del Departamento de Seguridad Nacional; Jen Stewart, jefe de gabinete de Mark Esper; Alexis Ross, subjefe de gabinete de Esper; Joseph Kernan, vicesecretario de Defensa para inteligencia y seguridad; James Anderson, vicesecretario de Defensa interino para asuntos políticos; Richard Pilger, jefe de la división de crímenes electorales del Departamento de Justicia; Lisa Gordon-Hagerty, jefa de la Administración Nacional de Seguridad Nuclear; y Neil Chatterjee, el presidente de la Comisión Federal de Regulación de la Energía.
Acaso aprovechando esta deriva y una vez que el Colegio Electoral ratificó el 14 diciembre la victoria de Joe Biden, el líder del Partido Republicano en el Senado, Mitch McConnell, le dio la puntilla al gobierno de Trump: ese mismo día McConnell le dio un carpetazo al tema electoral y felicitó en un tuit a Biden y a la futura vicepresidenta Kamala Harris. Un gesto éste que molestó a Donald Trump: "Mitch, 75 millones de votos, el récord para un presidente en el cargo (por mucho). Muy pronto para rendirse. El Partido Republicano debe aprender a luchar de una vez. ¡La gente está enfadada!".
Cada vez con menos equipo y sin el amparo del Partido Republicano, Donald Trump, enloquecido y colérico como el Kinski de la película de Herzog —estrenada en el invierno de 1972 sólo días después de que Biden lograra ser senador por primera vez—, parece declamar en su misma deriva aquello de "yo, la ira de Dios, fundaré la dinastía más pura que jamás haya conocido el ser humano y juntos gobernaremos la totalidad de este continente… la ira de dios, ¿quién más está conmigo?", al tiempo que coge un mono tití que lo mira como el lunático en que se ha convertido, mientras la almadía desvencijada se lo lleva hacia la profundidades del Amazonas… o de la historia de Estados Unidos.
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