Opinión
Titulitis, meritocracia y otros cuentos de Disney

Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
-Actualizado a
Querido lector, cuando leas estas líneas seguramente yo me encuentre peleándome con la app de Disneyland París en un vano intento de vincular los pases del parque a mi móvil. Tengo lo que en el siglo XIX se calificaba como temperamento melancólico, de ese que se curaba con baños de mar o internándose en balnearios en mitad de los Alpes para acabar enamorándose de alguna aristócrata rusa tísica y discutiendo de filosofía con un anarquista italiano. Pero en este desabrido y poco romántico siglo XXI, cada uno ha de buscar amparo a las penas y tribulaciones que nos afligen donde buenamente puede —y sus recursos se lo permitan—, así que yo he encontrado mi lugar de refugio y seguridad emocional en Disneyland París. Ya me gustaría poder presumir de personalidad sofisticada y mundana ante todos ustedes, pero como buena socrática, no ganaría nada mintiéndome a mí misma, mucho menos mintiéndoles a ustedes, así que asumo aquí y ahora mis debilidades y me muestro tal y como soy.
Lo de Disney es superior a mis fuerzas; encontrarme durante tres o cuatro días en medio de ese espacio perfectamente ordenado y limpio, diseñado al milímetro y siempre en perfecto estado de revista, no es que me haga sentir bien, es que me hace feliz. Quizás porque soy consciente de que todo lo que me rodea allí no es más que una ficción, pues todos los estímulos auditivos, visuales y olfativos del parque están diseñados para que los visitantes consuman y se aislen del mundo exterior en una especie de catarsis emocional aderezada con montañas rusas al ritmo de la banda sonora de Star Wars.
Todos necesitamos rodearnos de ficciones. Algunas de ellas son sanas, consoladoras, inofensivas y terapéuticas. Las utilizamos principalmente de muleta en momentos puntuales, pero las soltamos con facilidad cuando volvemos a sentirnos fuertes. Otras, sin embargo, son castradoras y alienantes y están pensadas para que aceptemos la desigualdad como el resultado de un orden natural y justo que determina que los méritos y el esfuerzo personal —y no los condicionantes de clase, género, color de piel o nacionalidad— son los que nos proporcionan nuestro lugar en el mundo. Este pensamiento mágico —el de la meritocracia— nos hace creer que el orden jerárquico está basado exclusivamente en los méritos y el esfuerzo personal, esto es: que aquellos que nos gobiernan o están en puestos de responsabilidad han alcanzado su posición social y económica porque han luchado y perseverado más que nosotros, lo que en la práctica viene a significar que son mejores que nosotros.
Con este cuento de la meritocracia hemos pavimentado la pista de obstáculos en la que se ha convertido el bachillerato en la actualidad. Lo hemos hecho principalmente alimentando los bulos y el pensamiento reaccionario sobre el —bajo— nivel del alumnado, de quien se afirma sin rubor alguno que se le regala el título de la ESO como si fueran gominolas. De esta manera ponemos en la picota el derecho de todos los menores de edad que residen en este país a recibir una educación reglada y gratuita hasta los dieciséis años, al tiempo que también estamos cuestionando con estas mentiras interesadas la capacidad, el esfuerzo y el compromiso con la educación y el aprendizaje de los estudiantes, junto con la profesionalidad de todo el profesorado que les ha dado clase durante ese tramo, pero también, y principalmente, el derecho a la educación de todos aquellos que nos resultan molestos por salirse de la normatividad —incluido el alumnado de necesidades especiales.
Esta narrativa desvirtúa por completo el sentido mismo del bachillerato, que debería ser simplemente un ciclo preparatorio para la universidad y no la excusa para la segregación entre alumnado de primera y de segunda, jerarquizado a su vez entre aquellos que optan por las ciencias y los que se decantan por las humanidades y las artes. En este cuento para irse a dormir, se ignoran a propósito tanto las asimetrías y las desigualdades sociales, como el hecho indiscutible de que el origen social y el nivel de estudios de las familias determinan el dinero y el tiempo empleado en clases particulares y de estudio asistido en casa con el que muchos alumnos llegan a cursar esa etapa educativa, y que objetivamente les coloca en una clara ventaja frente a quienes no pueden permitírselo. La competitividad que se fomenta entre el alumnado por alcanzar las puntuaciones más altas medidas en décimas ridículas, alimentada por las altísimas notas de corte de las universidades, así como la posibilidad de optar por una enseñanza privada que hincha las notas a golpe de talón, son los otros pilares sobre los que se sostiene gran parte del mito de la meritocracia.
Pero esta fantasía sobre la meritocracia no sería efectiva si no estuviera aderezada a su vez con acusaciones de elitismo y titulitis contra quienes defienden la necesidad de convertir los estudios universitarios en un derecho tan universal y gratuito como lo es —por el momento— la sanidad, incluido el derecho a estudiar un grado superior por mero placer y no por utilidad e incluso a ser mal estudiante. Pero todas estas acusaciones y señalamientos del supuesto clasismo que tal aspiración encierra, junto con las hipócritas loas a la FP —de cuya calidad y valor no debemos dudar— no son más que pura performatividad con la que se pretende cerrar el paso a la universidad a las personas de las clases populares, porque las élites y las clases privilegiadas siempre acaban por mandar a sus hijos a la universidad, ya que están convencidos de que la posesión de un título superior es lo que le concede valor a una persona. Y lo creen tan fervientemente que están dispuestos a hacer lo que sea para conseguir dicho título o, al menos, aparentar que lo tienen, hasta el punto de que son capaces de emplear su tiempo y dinero en elaborar una estúpida y clasista red de mentiras sobre estudios y titulaciones como la que se acaba de destapar de la ya dimitida diputada autonómica madrileña Noelia Núñez —la niña bonita de la derecha populista y reaccionaria ayusista —, cuya carrera meteórica en política se justificaba gracias a la fantasía de la meritocracia.
Las mentiras de Noelia Núñez han derribado el castillo de naipes que constituía el armazón principal de su repentino y exitoso salto a la política, pero también gran parte del andamiaje ideológico con el que se ha erigido el mito de la meritocracia, destapando así —una vez más— el fariseísmo de la derecha sobre el derecho de la ciudadanía a acceder y recibir una educación superior que quieren reclamar exclusivamente para los suyos. Todo este bochornoso escándalo debería haber servido para reabrir el debate sobre el futuro y la supervivencia de la universidad pública en plena andanada reaccionaria, ya que esta está siendo atacada, cuestionada e infrafinanciada, a la par que se apuesta políticamente por la proliferación, como setas venenosas, de universidades privadas en las que es posible ejercer de profesora sin tener titulación o acreditación alguna, como en el caso de la propia Núñez. De esta forma, lo realmente grave de este caso no es si Núñez posee o no todas las titulaciones de las que sacaba pecho hasta tres minutos antes de ser pillada con el carrito del helado, sino el hecho de que estamos mirando hacia otro lado mientras se desmantela el sistema público de enseñanza no obligatoria para sustituirlo por otro de dos velocidades en el que es posible hacerse con un título —de Bachillerato, de Grado, de Máster— por la vía rápida y con dinero. En su lugar hemos preferido embarcarnos en una ridícula competición para ver quién más ha falseado su currículum o cuántas titulaciones han desaparecido de las webs oficiales de los parlamentos e instituciones públicas, más pendientes del dedo que señala que de la luna a la que este apunta.
Mientras tanto, gracias a los bachilleratos privados que hinchan notas y llevan a su alumnado dopado a la PAU, a las universidades fake que venden cara una titulación que no vale ni el papel en el que va impresa, se siguen engordando currículos y egos con los que justificar puestos de trabajo y de responsabilidad pública a los que se accede por enchufe y contactos familiares, no por méritos académicos, personales o intelectuales. El cuento de la meritocracia es un cuento que se aplica siempre a los demás, pues es la ficción con la que se enmascaran y se perpetúan los privilegios de clase y de cuna. Como en una fábula moderna, la moraleja que deberíamos extraer del caso Núñez es que no solo hay gente que, gracias al dinero, se puede permitir el lujo de matricularse de todos los grados que le apetezca sin necesidad de pegar un palo al agua en ninguno de ellos, sino que, si te pillan mintiendo, no pasa nada. Núñez ha tenido que dimitir, es cierto, pero lo ha hecho con la misma desfachatez con la que mentía sobre sus estudios al tiempo que encontraba un nuevo acomodo laboral en un medio de comunicación. Y todo ello gracias a sus deméritos propios.
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