MADRID
Cuando a finales de abril se estrenó la segunda temporada de El cuento de la criada la expectación era máxima. No era para menos. Había sido, sin duda y con diferencia, una de las mejores series del curso anterior, un revulsivo para el concepto de serie feminista y un auténtico despliegue dramático de Elisabeth Moss que la encumbró aún más como la gran actriz que es. Sin embargo, el regreso de la serie de Hulu se esperaba no sin ciertas reticencias, en estado de alerta. La novela de Margaret Atwood en la que se basaba ya había sido adaptada a lo largo de los primeros diez episodios y el nivel era tan alto que cualquier descuido podía hacer descarrilar el tren de Gilead. Llegó el estreno, 25 de abril (un día más tarde en España de la mano de HBO) y las dudas empezaron a disiparse.
Bruce Miller, su creador, había conseguido no solo salir airoso de la prueba de fuego sino que se marcó dos primeros episodios que superaban a la temporada anterior en impacto, calidad e incomodidad dejando la sensación de que había mucho aún que digerir. Algo que parecía imposible. Entonces, una vez despejada la duda de cómo le sentaría a la historia caminar sin el sostén de la novela y habiendo sido ampliado su universo con una incursión a conciencia en esos campos de trabajos forzados contaminados donde las mujeres se pudren por dentro y por fuera, empezaron a llegar las críticas negativas a la forma y al contenido. Para algunos, ver El cuento de la criada se había convertido en un calvario. Varios críticos coincidieron en señalar que la serie se recreaba demasiado en la tortura al sexo femenino y se preguntaban qué sentido tenía.
El despliegue que se hace de los mecanismos que tiene Gilead para controlar a quienes se encuentran bajo su yugo es realmente espeluznante al tiempo que necesario
Quizá el texto más duro fue el firmado en The Cut por Lisa Miller, que tachaba a esta producción de ser “tortura pornográfica” y se preguntaba si “¿es feminista ver a mujeres ser esclavizadas, degradadas, golpeadas, amputadas y violadas?”. Cada crítico y cada espectador establece cuál es el nivel de violencia que es capaz de soportar en la pantalla. Algunos no pueden con la sangre -de esta no hay mucha en El cuento con de la criada-. Otros no soportan la violencia física y los hay que lo que no pueden con el maltrato psicológico. De los dos últimos, esta serie va bien servida. Eso sí, que conste en acta que siempre como herramienta narrativa, nunca gratuita y mucho menos pornográfica. El despliegue que se hace de los mecanismos que tiene Gilead para controlar a quienes se encuentran bajo su yugo es realmente espeluznante al tiempo que necesario. Y no solo sobre las criadas. Las mujeres de los comandantes también tienen su ración de sometimiento y violencia esta temporada.
Aviso: A partir de aquí este texto contiene spoilers de ambas temporadas
Esto es algo que se atisbaba ya en la primera y que se desarrolla en la que acaba de terminar merced a una exploración más profunda del pasado de Serena (Yvonne Strahovski), su evolución, la relación antes y después del golpe de estado con su marido Fred Waterford (Joseph Fiennes) y la tensión que se establece con Ofred, quien en cualquier otro momento podría haber sido hasta su amiga, pero no aquí, no en Gilead. Sin embargo, el verdadero problema por el que El cuento de la criada se puede hacer cuesta arriba para el espectador no es tanto por la violencia que se muestra -hay series mucho más violentas y explícitas- sino el realismo de los temas que aborda en esta segunda temporada, la facilidad con la que se pueden encontrar ejemplos en el entorno propio. Da mucho miedo. La sensación con la tanda anterior, especialmente en occidente, era que lo que se mostraba podía pasar en otros países. Esos que aparecen a veces en las noticias donde las mujeres andan escasas de derechos, donde pueden detener a una joven por colgar un vídeo bailando sin velo en las redes sociales, donde una niña es obligada a casarse con alguien que le triplica la edad, donde una mujer es violada impunemente y, encima, es considerada culpable… Sin embargo, gran parte de lo que se trata en la que acaba de finalizar es mucho más cercano, más cotidiano y, por tanto, más aterrador.
Todo comenzó recortando derechos aquí y allí
En la segunda temporada, la serie se permite ampliar su universo dando cierto protagonismo a otros personajes
Una vez mostrados algunos de los rituales más inquietantes como el de la violación mensual o el del nacimiento, la serie se permite ampliar su universo dando cierto protagonismo a otros personajes y, mediante flashbacks, explicar cómo se llegó a constituir Gilead. Se cuenta cómo las libertades se fueron recortando poco a poco en aras de salvar a una sociedad que desde el prisma obtuso de quienes accedieron al poder por la fuerza necesitaba ser rescatada de su camino de perdición, pecado y extinción. Lo que se ve en esos viajes al pasado es cómo el matrimonio entre personas del mismo sexo es revocado con carácter retroactivo, cómo los homosexuales vuelven a tener que ocultarse, cómo las mujeres necesitan de la firma de su marido para poder realizar tareas que otrora eran cotidianas, cómo se ve mal que ellas trabajen fuera de casa…
Especialmente escalofriante, por lo realista, es el hecho de que una madre pueda ser criminalizada por algo tan cotidiano como dar paracetamol a su hija, que amaneció con unas décimas, y haberla enviado al colegio para poder acudir a su puesto de trabajo. Hay tonos, miradas y aptitudes que dicen más que las propias palabras. A cualquier padre o madre le sonará ese juicio. En ese mismo capítulo, el primero, la maternidad de June (Elisabeth Moss) es puesta en duda por no compartir color de piel con su hija ni apellido. En su día decidió mantener el suyo en lugar de adoptar el de su esposo y eso no está bien visto en una sociedad totalitaria y retrógrada aún en ciernes en la que se considera que la mujer no debería trabajar fuera del hogar. Hace solo unos días una madre, en el aeropuerto de Dallas, se veía obligada a dar un sinfín de explicaciones a un agente de la aduana porque su hija y ella no comparten apellido. Le pasa a June en Gilead, en esa distopia, y le pasa en el mundo real a una mujer que decidió conservar su apellido de soltera porque ya se había labrado una carrera profesional con él. ¿Coincidencia? ¿Casualidad? ¿Hechos aislados? No. Hace un tiempo, Bruce Miller, productor y creador de The Handmaid’s Tale, explicó en una entrevista en The Guardian que la base de la serie era la realidad. “Si comienzas a inventar crueldades sobre las mujeres, se vuelve pornografía, así que debes mirar al mundo real, donde hay muchísimos ejemplos que podemos usar”, aseguraba.
Hoy en día, en pleno siglo XXI y en España, en según qué sectores de la sociedad y en según qué generaciones aún se ve con recelo que una mujer decida no renunciar a su carrera profesional por y pese a ser madre. Que no opte por quedarse en casa cultivando y cosiendo como hace Serena, a través de cuyo personaje El cuento de la criada se mete de lleno en la violencia dentro de la pareja, justificada en este caso por las Sagradas Escrituras. A la esposa rebelde, que no obedece a su marido, hay que castigarla con unos azotes cinturón en mano o amputándola un dedo porque cometió la osadía de leer. Y ella lo asume, porque su fe es poderosa y lo justifica todo.
El autoengaño en el que viven las esposas de los comandantes es el mismo, aunque en extremos opuestos de la escala social
El autoengaño en el que viven las esposas de los comandantes es el mismo, aunque en extremos opuestos de la escala social, en el que se encuentra anclada Janine (Madeline Brewer), una criada capaz de creer que todo lo que le ocurre es por voluntad del señor y qué él tiene sus razones. Después de todo, como llega a decir, por fin ha tenido suerte y ahora su comandante solo la viola, nada de felaciones. Hasta tal punto llega su lavado de cerebro que da por aceptable un acto tan violento como una violación. Si ya lo avisaba la tía Lydia (Ann Dowd) en la primera temporada, que acabarían por normalizarlo todo. Al otro lado, las esposas se mantienen sometidas a lo que dictan sus maridos, conscientes de que es mejor no levantar la voz y acatar sus mandatos. Después de todo, la peor parte de esa sociedad misógina que ellas mismas se han encargado de ayudar a levantar y sostener se la llevan las criadas.
Periodistas, refugiados, gestación subrogada...
Se explora la presión social a las madres, esas mujeres adultas a las que de pronto, por el simple hecho de estar gestando, se les anula su capacidad de decisión
En esta nueva incursión en Gilead se descubre qué ocurrió con los periodistas del país. Se detalla el complicado y arriesgado viaje de los refugiados que cruzan las fronteras en busca de una vida mejor. Se dedica un capítulo completo a la gestación subrogada a través del personaje de Moira (Samira Wiley) y otro a la situación de las parejas del mismo sexo de la mano de Emily (Alexis Bledel). Y, sobre todo, se explora la presión social a las madres, esas mujeres adultas a las que de pronto, por el simple hecho de estar gestando, se les anula su capacidad de decisión obligándolas a sufrir una regresión a la infancia. A todas horas alguien les dice lo que deben hacer. Ahí está la omnipresente tía Lydia, siempre implacable, para reprender y aleccionar una y otra vez a June. Camina que es bueno para el bebé, tómate estos batidos repugnantes llenos de vitaminas que son buenos para el bebé, no engordes demasiado que no es bueno para el bebé, no te alteres que es malo para el bebé… y así una y otra vez. Nada que no haya escuchado cualquier embarazada en las obligadas visitas a la matrona. Una presión que se ejerce sobre June, pero también sobre Serena, madre sin embarazo que representa a todo un género, el femenino, al que se culpa de la crisis de esterilidad. No está embarazada, pero tiene que dejar de fumar por que es malo para el bebé.
Los partos simulados por las mujeres de los comandantes son demenciales, pero la escena de Serena dándole el pecho a la pequeña Holly es terrorífica. Incluso ella sucumbe ante la presión que la sociedad ejerce sobre ella como mujer. Si no pares y no das el pecho, no eres madre. Una influencia negativa que no viene siempre de fuera, de extraños. Por mucho cariño que haya en los recuerdos que June conserva de su madre, una activista feminista de fuertes convicciones, no dejó de ser alguien que proyectaba sus ideas y anhelos sobre su hija, a la que no perdonaba que fuese “conformista”. “No soy tu justificación para existir”, le reprocha una June aún acomodada en su vida de clase media. Eso fue antes de todo. Antes del vestido rojo y la cofia blanca. Antes de ser violada una vez al mes. Antes de que le quitasen a sus hijas. Después de todo eso, June se vuelve tan activista y reivindicativa como lo era su madre. Ahora le toca a ella luchar por el futuro de sus hijas.
La rivalidad entre la maternidad de June y la de Serena no se agota con el parto, al que dedican un capítulo que ayuda a desmontar cualquier idealización que se tenga de lo que es dar a luz. Para ello recrean un alumbramiento en un hospital, controlado y medicalizado, y el que se ve obligada a vivir en la soledad de una mansión en medio de la nieve la protagonista. No en vano, la voz en off de Moss pide perdón por tanto dolor como contiene esta historia, avisando al espectador de que lo que ha visto hasta ahora -eso a lo que algunos no fueron capaces de llegar porque se bajaron antes del tren- no es nada comparado con lo que viene y lo que está por venir. Se cuenta, y es de agradecer, sin ningún tipo de adoctrinamiento sobre qué opción es mejor. Que cada uno vea, sienta y juzgue por sí mismo.
Con lo que resulta más difícil lidiar esta temporada no es con la violencia en sí, sino con la carga de realidad que esta implica
El momento del alumbramiento, que es lo que todos esperan esta temporada por distintas razones, supone el principio de lo siguiente, de lo que significa ser madre. Mientras su hija aún era parte de ella June estaba protegida de las agresiones físicas, o eso creía ella. Después, con la pequeña como ser humano independiente, llega la separación inhumana y forzosa, la tortura del sacaleches, del postparto, de no ver a su hija porque la ley dice que no es suya, que el suyo solo es un vientre prestado, ni siquiera de alquiler. ¿Cómo sois capaces de darles vuestros bebes a otras personas? Le preguntaba la mujer de uno de los pocos samaritanos que se encontró en su frustrada huida June. Como si tuviesen opción. Eso para ella, porque Serena también tiene su ración de juicios morales que sufre en carne propia. ¿Qué clase de madre es la que antepone su animadversión por la criada a que su hija se críe al pecho? ¿Qué clase de madre es la que es capaz de renunciar a su hija para brindarle un futuro mejor desafiando todo en lo que cree y ha construido? Serena le da la vuelta a su personaje y, como June, acaba demostrando lo que significa tener un hijo, se haya parido o no.
Lo que queda bien claro después de 13 capítulos desgarradores por una razón u otra es que, como ya se decía al principio de este texto, con lo que resulta más difícil lidiar esta temporada no es con la violencia en sí, sino con la carga de realidad que esta implica y la frustración de ver que no hay salida, que los poderosos siempre ganan, que cualquier huida supone volver a la casilla de salida en peores condiciones y que la muerte parece ser la única vía de escape eficaz. Ver El cuento de la criada supone un ejercicio necesario de pensamiento crítico, de análisis y de toma de conciencia de que hay ficciones que, aunque lo parezcan, no lo son tanto. La gran pregunta es si hay lugar para la esperanza entre tanto sufrimiento. Puede ser. Aunque mínimamente, parece que las mujeres están empezando a despertar en Gilead generándose cierta conciencia de que si se unen pueden conseguir pequeñas y grandes cosas. Tampoco es baladí descubrir que en medio de tanto maltrato y misoginia hay algunos hombres dispuestos a dar la cara, por sus hijas y por una completa desconocida. De momento, sacar a Holly de un régimen represivo y darle la oportunidad de crecer fuera de tanta represión y maltrato cuenta como triunfo. Lo que nazca a partir de esa semilla es cosa de una tercera temporada.
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