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La jornada de ocho horas, el invento medieval que se llevó la industrialización

La limitación del tiempo de trabajo se aplicó durante siglos en las ocupaciones agrarias y en las artesanales bajo reglas ancestrales que la modernidad eliminó como ocurriría con los salarios mínimos, cuya antigüedad ronda los 4.000 años.

Imagen de artesanos en la antigüedad.
Los gremios limitaban el tiempo de trabajo en los talleres artesanales para evitar la competencia desleal. PxHere (CCO), 22-02-2017

La jornada de ocho horas diarias de trabajo no es, para nada, una aportación de la modernidad: se trata de un régimen laboral de raíces religiosas y económicas que se venía aplicando en Europa desde la edad media y que la confluencia del liberalismo con la revolución industrial se llevó por delante hasta que comenzó a ser recuperada, entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, como consecuencia de las luchas del movimiento obrero.

En lo que hoy es el Estado español está documentada desde el siglo XII, como también lo está su posterior desaparición tanto en pueblos como en ciudades hasta su implantación de manera generalizada en abril de 1919 tras la huelga general que impulsó en Barcelona la CNT en el conflicto iniciado con el despido de un grupo de trabajadores de la compañía eléctrica La Canadiense que rechazaron una rebaja del salario.

¿De cuánto es hoy, en realidad, la jornada laboral más allá del límite legal de 40 horas semanales y el debate sobre la de 35 y la de cuatro días? La última EPA (Encuesta de Población Activa) la sitúa en 36 horas y 42 minutos semanales para el primer trimestre de este año, con una horquilla de entre una hora y doce minutos menos y 24 minutos más para el año anterior, con una clara tendencia descendente frente a la de 37 a 38 horas de hace quince años.

Esa estimación, no obstante, admite matices como las entre 13 y 14,5 horas que trabajan cada semana en su segunda ocupación el medio millón largo de pluriempleados, las jornadas de menos de 34 horas de los empleados públicos del sector primario o las de más de 39 de los montadores y los operadores de maquinaria (https://ine.es/jaxiT3/Datos.htm?t=4323 ) de la empresa privada

Varios siglos antes de eso, en el XVI, los Estatutos y ordinaciones de los montes y huertas de la ciudad de Zaragoza ya establecían que los jornaleros y peones de las heredades de esa ciudad "han de trabajar ocho horas, contando en ellas la ida", y computando como tiempo de trabajo "hasta media hora" en el primer descanso de la jornada para beber y media más en el resto de paradas.

Eso reducía la jornada a siete horas menos el tiempo de desplazamiento desde sus casas para iniciarla, un régimen que tres siglos más tarde, a mediados del XIX, incluía "hora y media, en dos descansos, para las comidas".

"La tarde la dedican a lo suyo, su 'corro'"

Ese régimen laboral no era exclusivo de las huertas de Zaragoza. De hecho, Joaquín Costa incluye en La tierra y la cuestión social junto con referencias al "tipo de jornalero de Zaragoza", que ha encontrado estudiando la jornada de ocho horas en el campo, otras al de "la hermosa institución de los huertos comunales" de Jaca (Huesca), en los que también se aplicaba esa limitación. Algo que igualmente sucedía en las localidades andaluzas de Chiclana, Marchena y Paradas y en "las comunidades agrarias de León y Castilla".

Los orígenes de la jornada laboral de ocho horas pueden situarse en el S.XV em a huerta zaragozana

El trabajo de Costa sitúa el inicio de la jornada de ocho horas en la huerta zaragozana en el siglo XV, con un régimen que incluía el trabajo "desde las cuatro de la mañana hasta el mediodía", mientras "la tarde (lo mismo que los días de paro) la dedican a lo suyo, su corro, pedazo de huerta [...] que cultivan de su cuenta, unas veces propio y otras arrendado".

"Trabajaban para el dueño de la tierra en un régimen de arrendamiento de servicios inspirado en el derecho romano y anterior al Código Civil", señala Jesús de Val, profesor de Derecho de la Empresa en la Universidad de Zaragoza.

La recopilación del erudito oscense explica cómo en el caso de Chiclana "los jornaleros vuelven también temprano de la tierra del amo, para que les quede lo que llaman el rato, últimas horas de la tarde que invierten en el cultivo de la hectárea o media hectárea de viña que cada uno posee", y con la que complementaban sus salarios.

Costa anota cómo esa disponibilidad de tierra entregada por "la municipalidad" a los labradores para que pudieran completar su manutención una vez finalizado el trabajo en las propiedades del terrateniente también se daba en Sayago (Zamora), "donde los jornaleros reciben, como todos los vecinos del lugar", parcelas en sorteos que se realizaban anual y trianualmente.

"El trabajo estaba más relegado"

"La vida era más relajada y el trabajo estaba más relegado", explica el historiador Domingo Buesa, quien señala cómo hay documentados regímenes de ese tipo desde el siglo XII: "Era algo generalizado en un mundo agrario y que formaba parte del sistema feudal. Tenían la obligación de trabajar las tierras del señor y cultivaban otras cedidas por las que pagaban impuestos".

Junto con esa razón económica, en la que los señores se beneficiaban del trabajo gratuito de los siervos por un lado y del pago de sus diezmos por otro, había otra de carácter religioso con el origen en la llamada regla benedictina del ora et labora: la división del día en tres tramos de ocho horas que desde el siglo VI estructura la jornada en las comunidades benedictinas, uno para descansar, otro para trabajar y uno más para rezar.

Esa fórmula tiene un extraordinario parecido con la que a finales del siglo XIX planteó el empresario británico Robert Owen, uno de los referentes del socialismo utópico, cuya principal aportación fue destinar al ocio, en lugar de al rezo, el tercer tramo horario.

Paralelamente, explica Buesa, "algunos textos de obispos medievales hacían referencia a la necesidad de descanso que tenía el hombre antes de trabajar y a mediodía", y se descansaba en domingos y festivos por motivos religiosos.

No obstante, el historiador llama la atención sobre las diferentes características de la época medieval frente a la etapa industrial. "La gente del campo trabajaba como mucho 150 jornadas al año. Eran días de trabajo muy duro pero en fechas concretas, mientras el resto del año solo se hacían labores de mantenimiento en los campos. El trabajo no era tan intenso como puede parecer ahora".

Cuando el objetivo es la supervivencia

El tiempo de trabajo también se limitaba en las ciudades, donde "los gremios lo controlaban para evitar casos de competencia desleal" ante la posibilidad de ampliar las producciones por esa vía que facilitaba el hecho de que viviendas y talleres se encontraran en un mismo inmueble.

Y también se limitó, al menos de manera eventual, en lo que vendría a ser un equivalente de las obras públicas a finales del siglo XVI, cuando Felipe II limitó a "ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde" el tiempo de trabajo en la construcción de fortificaciones "para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes".

Con la industrialización y el éxodo del campo a la ciudad decayeron este tipo de regímeneslaborales

Ese tipo de regímenes laborales comenzaron a decaer con la industrialización y con el éxodo del campo a la ciudad. Esto dio lugar a un doble fenómeno de debilitamiento de los lazos locales de cooperación en el mundo rural y de aparición en las ciudades del proletariado, los obreros que se empleaban en las fábricas del incipiente desarrollismo de mediados del siglo XIX que acabó derivando en el fordismo y en los actuales sistemas de producción cada vez más automatizada.

"Con independencia de nuestra opinión sobre la industrialización, no cabe duda de que puso fin a una forma de vida ancestral. [...] Las fábricas [...] lo que exigían era mano de obra barata y poco cualificada que pudiera ser contratada y despedida a placer", apunta Carolyn Steel en Sitopía (Capitan Swing, 2021). En el libro describe cómo en esa época se produce el nacimiento de "un nuevo orden económico que reconocía el valor humano no por sus cualificaciones, habilidades o carácter, sino por una sola mercancía: el trabajo".

"Para los empleados de fábricas criados en granjas, la incesante monotonía de su nuevo trabajo [en las fábricas] era difícil de soportar", por lo que lo habitual era soltar las herramientas e irse a casa "cuando habían ganado lo suficiente para vivir aquella semana", reseña Steel. Añade que "cuando los propietarios aumentaron los sueldos para animar a la gente a trabajar más horas, se produjo el efecto contrario: los trabajadores aun se iban antes".

"En vista de ello -añade-, los empresarios optaron por la única alternativa que les quedaba: reducir salarios hasta que los trabajadores solo pudieran sobrevivir trabajando todas las horas que pudieran". Un viraje que se encuentra en el origen de la conflictividad social en torno a las condiciones de trabajo de la que surgió el movimiento obrero.

Los salarios mínimos, cuyo primer antecedente documentado se encuentra en el Código de Hammurabi, un compendio legal mesopotámico esculpido hace casi 4.000 años, entre el 1795 y el 1750 a.C., comenzaban a desaparecer arrollados por el nuevo concepto de relaciones laborales que surgía de la industrialización de la producción y la proletarización de las personas.

La jornada de ocho horas diarias y la de 40 semanales

La recuperación de la jornada de ocho horas en España tuvo varias lagunas. El decreto del Gobierno presidido por el Conde de Romanones que el BOE publicó el 3 de abril de 1919 establecía que la "jornada máxima legal será de ocho horas al día, o 48 semanales, en todos los trabajos". Aunque dejaba el establecimiento de las excepciones en manos de los "comités paritarios" entre empresas y trabajadores.

Nueve meses más tarde, una orden emitida para aclarar esas lagunas establecía la transformación de los dos turnos de doce horas que entonces se trabajaban en las fábricas en tres de ocho. Al mismo tiempo, dejaba al margen del límite de ocho horas diarias "los servicios domésticos y las demás excepciones que el Instituto de Reformas Sociales acuerde por causa justificada". Y vetaba la "disminución correlativa de los salarios y remuneraciones" salvo que hubieran subido en los dos últimos años precisamente por una ampliación de la jornada, así como regulaba las horas extraordinarias.

El precio de estas, que quedaban limitadas a 50 en un mes y 120 en un año y que no podrían ser realizadas por menores de 16 años, tendría un recargo que "no será menor del 20 por 100" en ningún caso sobre las ordinarias. Alcanzaría el 40% cuando "excedan de las diez primeras diarias" o se hicieran de noche o en domingo y que no bajaría del 50% para el "personal femenino", es este caso "sin que la jornada total pueda exceder de diez horas".

Una década después, en julio de 1931, el primer Gobierno de la II República elevaba al 25% el recargo al tiempo que incluía en las excepciones a los porteros de finca, los guardas rurales, los labradores, los pastores, los granjeros y algunos oficios industriales y de marinería, aunque mantenía la jornada semanal en las 48 horas.

Para la jornada de 40 horas faltaba algo más de medio siglo, ya que hasta finales de junio de 1983 no fue incluida en la legislación, a la que llegó mediante una modificación del Estatuto de los Trabajadores que también incluía los treinta días de vacaciones pagadas al año.

La semana de 35 horas y la de cuatro días

El debate sobre el tiempo de trabajo se centra ahora en dos ejes, la generalización de la jornada de 35 horas y la implantación de la semana de cuatro días, planteamientos que, de nuevo, cuentan con antecedentes en el mundo laboral.

El sociólogo Jeremy Rifkin reseña en El fin del trabajo cómo en 1932, en plena gran depresión posterior al crack de 1929, empresas como "Kellogg's de Battle Creek, Sears, Roebuck, Standard Oil de Nueva Jersey y Hudson Motors recortaron, de forma voluntaria, sus semanas laborales hasta dejarlas en treinta horas para mantener a la gente empleada". En línea con la propuesta que la ALF (Federación Sindical Americana, por sus siglas en inglés), había planteado al presidente Herbert Hoover.

"La decisión de Kellogg's fue la más ambiciosa de todos los planes presentados", señala Rifkin, ya que el recorte de la jornada fue acompañado de un aumento del 12,5% en los sueldos por hora para compensar "la pérdida de dos horas de trabajo diarias".

"Sus trabajadores debían poder beneficiarse de los incrementos en productividad disfrutando de semanas laborales más cortas y salarios más altos", sostenía la empresa. En 1935, la compañía "publicó un detallado estudio en el que se mostraba que después de cinco años trabajando seis horas al día, los costes unitarios estructurales [o generales] se habían reducido en un 25%... los costes de mano de obra se habían reducido en un 10%... los accidentes laborales habían disminuido en un 41%... [y] el número de personas trabajando en Kellogg's se había incrementado en un 30% respecto al 1929".

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