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“Cuando me acerqué a la bota había un pie dentro cortado, de un preso que acababan de matar en el campo”

José Hormigo tiene una memoria nítida de sus vivencias, como niño trabajador, en el campo de concentración de los Merinales de la posguerra. Con tan solo doce años, llevaba la carretilla, agua a los presos esclavos del régimen, tabaco y hasta ayudó a más de un uno a participar en fugas fallidas.

Jose Hormigo, un niño trabajador en un campo de concentración de la posguerra.

MARÍA SERRANO

SEVILLA.- En una cesta de parma, con apenas seis años, José Hormigo llevaba ya propaganda del partido comunista entre los diferentes grupos clandestinos de la ciudad de Sevilla como un enlace inocente.

Sin saber bien lo que hacía al inicio de la posguerra. Aunque sin olvidar las graves secuelas que había dejado aquella contienda entre los suyos . “Yo recuerdo que iba con mi hermana y le preguntaba al resto de niños si se atrevían a hacer este trabajo conmigo y muchos no eran capaces”.

Este niño de la guerra no solo sabía salir adelante con este oficio sin miedo a las autoridades del régimen. También vivió el desplazamiento obligado dentro del conflicto con el grave episodio de la “desbandá” donde se contabilizó más de 300.000 desplazamientos.

Desde su nacimiento en el municipio sevillano del Saucejo (Sevilla) en 1932, se tuvo que trasladar desde Sevilla, Málaga, Almería y Jaén. “Mi padre tuvo que huir de mi pueblo cuando empezó la guerra y decidió volver cuando Queipo de Llano le dijo a todos que si no tenían las manos manchadas de sangre no habría represalias. Una mentira que creyeron demasiados en aquellos días de desesperación”.

El chico de los recados y la carretilla

Hormigo no volvería más a su pueblo de origen. Se trasladaría hasta la ciudad de Sevilla, donde empezaría a trabajar, de niño, con doce años, en el campo de concentración de los Merinales, un espacio de 59.000 metros cuadrados que albergaba los barracones de los cientos de miles de presos que prestaban tajo en la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir. El padre de Hormigo era una de ellos. Uno de aquellos 10.000 presos que se prestaban obligados como mano de obra esclava, prácticamente gratuita.

Familiares de visita en el campo de los Merinales

Familiares de visita en el campo de los Merinales

Hoy octogenario pero con una memoria nítida, Pepe, como todos lo conocen, recuerda a Público sus vivencias. “Yo me vi negro con la primera carretilla trasladando piedras de un lado al otro del campo. Un preso me vio en tal apuro que quiso acercarse a ayudarme y no veas la bronca que se llevó. Una paliza de las grandes”, relata.

Hormigo recuerda las largas jornadas de trabajo de más de doce horas a punta de fusil. “Todos estábamos vigilados. Tanto los que eran presos como los que no”. Entre sus labores no faltaban la de chico de los recados a una edad demasiado temprana. “Yo les traía agua, tabaco y hasta propaganda porque el sargento no se daba ni cuenta”, destaca con una leve risa.

Hormigo se pone serio cuando rememora el miserable sueldo que llevaba hasta su casa. “Eran 10 pesetas por estar allí casi de sol a sol y encima te quitaban tres por darte de comer al mediodía”. La dieta, “chicharos negros, un chusco de pan para empujar y una manzana podrida. ¿Quién podía sobrevivir con eso?”. En alguna ocasión era tal el peso que llevaba en su joven espalda que se le cayó la carretilla. “El sargento me pegaba y me caía al suelo y el resto de compañeros tenían que sujetar a mi padre porque si le hacías algo a un guardia era una muerte segura”.

Los Merinales, uno de los últimos campos en cerrar sus puertas

Aquel campo de concentración de los Merinales fue uno de los últimos en cerrar sus puertas dentro del servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas del régimen de Franco en 1962. En su alrededores, gravitaba una vida social. Familias de presos, como las de Pepe, que iban los domingos a visitar a los suyos gracias al apeadero de tren, creado a las puertas del campo. Gonzalo Acosta afirma en su investigación “Los Merinales. Un espacio vacío lleno de memoria” la intensa actividad de “miles de familiares que se asentaron en condiciones muy precarias para estar cerca de sus hombres encarcelados”.

Hormigo guarda en su archivo personal, dentro de un álbum de fotos, imágenes de las familias que iban con canastas de mimbre hasta la alambrada doble que los separaba de sus seres queridos. “Yo recuerdo ver a la gente alargar la mano. Niños, mujeres, madres para tocarse los dedos. Es demasiado fuerte lo que allí se veía y las escenas de desesperación”, comenta.

Monumento a la memoria de los presos en Los Merinales. WIKIPEDIA

Monumento a la memoria de los presos en Los Merinales. WIKIPEDIA

A pesar del grave intento de silencio, Acosta afirma con rotundidad que “nadie en la Sevilla de los años cuarenta y cincuenta podía desconocer lo que allí estaba pasando, aunque el silencio impuesto ha permitido que las generaciones más jóvenes ignoren que allí hubo un campo de concentración y que aquel canal fue construido por presos”.

El pie cortado de un preso dentro de una bota

Las fugas eran otro de los motivos de mayor alerta para el niño Hormigo. “Muchos presos me preguntaban por la hora del tren de la estación de los Merinales y yo iba al de la estación en mi descanso y le preguntaba. Y el me lo decía y yo se lo decía al preso y al día siguiente me enteraba que había habido fuga y yo ya estaba preocupado”. A muchos de aquellos presos los mataron de un tiro en la espalda, ante el intento de huida, por las vías del tren y las tierras colindantes. Tal era el recuerdo de Pepe que en uno de sus paseos de domingo junto a sus primas por las inmediaciones de la estación vio una bota. “Cuando me acerqué a la bota mis primas se dieron cuenta y me decían ¡no la cojas!. Había un pie dentro cortado y estaba fresquito, de un preso que acababan de matar”.

Su trabajo en el Canal duraría pocos años. “Luego me contrataron como aprendiz mecánico en Los Amarillos, una empresa muy conocida en Sevilla y mi familia me quiso sacar de aquella miseria. Gracias a ello conocí el sindicato y empezó mi lucha política”.

Hormigo nunca paró de narrar aquellas vivencias a pesar de su dureza de los acontecimientos. “Aquellos años que que iba a diario al campo de concentración no se me olvidan a mi nunca. Eso se te queda para siempre dentro. Lo tienes como agarrado al cuerpo”, recuerda al final de la entrevista.

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