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Resurge la voz de los últimos vecinos de Ciutat Vella

El silencio en las calles tras el descalabro turístico por la pandemia del coronavirus hace aflorar las historias de quienes han convertido vivir en el centro de Barcelona en un acto de resistencia.

Ciutat Vella
Perspectiva de la Ciutat Vella desde una azotea. Bru Aguiló

Jordi Bes

Entre quienes han conocido el bullicio del centro de Barcelona aún hay quien tiene que pellizcarse para convencerse de que el rastro que ha dejado la pandemia es real. El tsunami del coronavirus llegó de un día para otro y quedó todo en silencio. Con los meses, la ciudad ha recuperado el pulso, pero en muchos puntos de Ciutat Vella el silencio persiste al haber tantos locales cerrados y pisos vacíos que en su día lo dieron todo por el turista. Su ausencia ha hecho que al fin se alcancen a distinguir las voces de la resistencia: los vecinos. Muchos han perdido la fe en las posibilidades de revertir la fiebre especuladora que ya ha centrifugado a tantos, pero también hay quien propone un plan: que quienes tienen apego por este lugar vuelvan a ser los que lideren la recuperación ciudadana de Ciutat Vella.

La plaza Reial: "¿Te imaginas que desaparecieran los turistas?"

Lo que fue un comentario trivial ahora parece una premonición. "Hace un año con un amigo lo decíamos. La gente se queja tanto de los turistas... ¿Te imaginas que, de golpe y porrazo, desaparecieran? Esto parecería un cementerio", rememora Carles Fernàndez, de 69 años, y que hace 45 que vive en plaza Reial. Era escultor, se enamoró de la plaza y se pilló un estudio. Un año después también se mudaron sus padres. El barrio tenía "muy mala fama" por las drogas, y parte de la familia no acudió nunca a verlos. Su edificio es una muestra más del devenir del Gòtic. "Éramos ocho vecinos y ahora solo quedo yo [tiene contrato de alquiler indefinido]. El resto se lo ha quedado una empresa; todo son guiris [con la pandemia han sido pocos] y no hay la más mínima relación con ellos", relata, si bien en su familia nunca han sido de hacer mucha vida de barrio. Lo más molesto en todos estos años ha sido el ruido, que llegó a ser "insoportable" con los músicos callejeros.

A él no le afecta la pandemia –"hay tranquilidad, se escuchan los pájaros, se está muy bien", asegura–, pero le preocupa su impacto. "El bar de abajo tenía 40 trabajadores y no lo han abierto ni un solo día. Se nutría del turismo", cuenta. Fernàndez era muy de la Rambla, y ahora, yendo a visitar a una amiga en la del Poblenou, ha descubierto que fuera del centro hay mucho más movimiento. "Aquello está vivo, y esto, muerto", constata.

La calle del Bisbe: "Éramos las piedras y yo"

Carles Mallol (62 años) reside pared con pared con la residencia oficial del president de la Generalitat. De no ser por vivir en lo alto del edificio, no hubiese aguantado. "Seguramente me habría marchado del barrio", admite, porque "la calle del Bisbe, si no la más, es una de las más turísticas de Barcelona". Vive en el Gòtic desde 1971, y desde entonces solo ha estado fuera unos años por su trabajo de danza teatro.

Dejó de acudir al mercado de la Boqueria porque es "un parque temático" y va al de Santa Caterina. Antes de la pandemia se topaba con los turistas cuando salía. "Abría la puerta y la riada se me llevaba", cuenta. Para abrirse paso llegó a hacer mic mic, como el Correcaminos. El coronavirus le ha devuelto el Gòtic donde jugaba de pequeño, porque "las piedras son las mismas" y ahora ha podido detenerse a observarlas de nuevo. "Éramos las piedras y yo", subraya. Lo malo es que se ha dado cuenta de que "prácticamente no hay vecinos". Dice que Barcelona se ha vendido al gran capital, que "está formado por especuladores que no tienen nada que ver con el territorio", pero ahora puede haber un punto de inflexión. Para "refundar" Ciutat Vella cree que "hay que dar facilidades a los pocos que quedan del territorio que quieran reactivar otra vez los barrios". Mallol tiene una hija de 17 años y uno de 15 en Alemania. "Papá, no lo pierdas nunca", le dice ella sobre el piso.

La Rambla: "Lo compran todo para el turismo"

En la Rambla puede que haya un millar de vecinos –según el Ayuntamiento– o solo medio centenar –como ha comprobado la arquitecta y exconcejal Itziar González, cuyo equipo Km-Zero ganó el concurso para definir la transformación del paseo–, pero lo cierto es que Maite Mendivil (58 años) es vecina y está en riesgo de desahucio. Nació en Bilbao, se vino para unas vacaciones y se quedó a trabajar. Desde 1986 está de alquiler en un ático con contrato indefinido, pero le queda poco. "Lo están comprando todo para el turismo", advierte.

Su piso es "un bombón inmobiliario" frente al mosaico de Miró. Lo vendieron y primero la denunciaron por ser ocupa –sin serlo–; después trataron de subirle el alquiler de 310 a 1.200 euros; y finalmente ocurrió algo donde ella ve cierta mano negra: la devolución de un recibo que asegura que no ordenó, lo que ha servido para desahuciarla. "Ya he parado tres desahucios", recalca. Está agradecida por el apoyo recibido, pero el próximo intento será el 31 de enero y aún no tiene una alternativa para vivir, y eso pese a tener una discapacidad.

Según Mendivil, antes la Rambla "era una calle alegre, donde todo el mundo cabía; era un poco el corazón de la ciudad y ahora son las vísceras", donde solo algunos extranjeros pueden pagar 15.000 euros de alquiler por un local o comprar pisos. "Nos han quitado la Rambla", lamenta, y cree que, tras la pandemia, todo se mantendrá en un cauce especulativo: "Nos habrán echado a todos los que tengan que echar".

Las callejuelas del Call: "No se piensa en los vecinos"

Pere es un vecino de 63 años del Call, el barrio judío, que se preocupa por su entorno. Tanto que recibió represalias por denunciar al Ayuntamiento un negocio que incumplía la normativa, y por ello ha pedido que nos refiramos a él con un nombre ficticio. Relata que antes del coronavirus el Gòtic se había convertido "en un barrio de muchos guiris", con "una invasión de pisos turísticos legales e ilegales, más o menos igual de molestos", y este panorama "ni con la pandemia se ha terminado", dice.

En su opinión, "la gente no piensa en los vecinos". En su finca había un piso de gente mayor y un hijo lo ha alquilado sin muchos miramientos con su alrededor; "solo para especular", lamenta. Además, hace años el Consistorio sacó los coches del barrio bajo el pretexto de liberar el espacio para los vecinos, pero su lugar lo copan las terrazas ruidosas de los bares. "Nos quitaron una plaza y la regalaron a un negocio que nos hace malvivir", critica.

Está convencido de que, tras la pandemia, "así que puedan, las mafias que explotan los hoteles, pisos turísticos y bares volverán a hacer lo mismo que antes". ¿Que por qué no se va del barrio? "Esto solo pasaba aquí y ahora pasa en todos los sitios", afirma; es decir, que todo aquello que puede hacer del Gòtic un lugar poco apacible también ocurre fuera de él. "Lo único que aquí fuimos los pioneros, pero más concentrado en el turismo", detalla.

La plaza Catalunya: "Vendo porque no lo soporto"

A unos metros de plaza de Catalunya vive Carme Roca (57 años). Con la pandemia también se ha percatado de la falta de vecinos. "Cuando se salía a las ocho a aplaudir a los sanitarios, no había nadie", recuerda. El coronavirus vació el centro de vida, y a ella le ha quedado una sensación "desoladora". Por ello ha acelerado una idea que ya meditaba desde el auge de los pisos turísticos. "He puesto el piso en venta porque no lo soportaba", confiesa.

Roca es de Banyoles (Pla de l’Estany) y se vino al centro en 1999 por comodidad. Entonces se reconvertían los edificios de los bancos en pisos, y en el suyo, del paseo de Gràcia, hizo amigos, como el añorado músico Pau Donés, fallecido este año. Con el tiempo sus vecinos pasaron a ser Apple y el hotel Iberostar. De los 30 pisos del edificio, la mitad son turísticos. Cuando estaba permitido, "la gente se sacó la licencia por si acaso", y a quien le ha interesado ha destinado el piso al turismo "para hacer dinero". Vivir en el centro ya no es lo que era. "Han desaparecido las tiendecitas. La única que queda es la farmacia y no tengo nada alrededor. Tengo que bajar al Corte Inglés a por pan", explica. Roca asegura que no vende el piso para especular. "La pandemia me ha puesto en evidencia que no quiero vivir en el centro. No pinto nada en este batiburrillo de turismo. ¿A dónde iré? No lo sé. A lo mejor me compro algo en Banyoles, planto un huertecillo y vivo más tranquila", reflexiona, y vaticina: "Los pocos que quedamos nos iremos ahora".

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