Verano porteño (14)
Donde Roberto Esteban viaja de la alta sociedad a la baja sociedad en apenas dos párrafos, tres poemas, una vagabunda y un periodista.
Este es el decimocuarto capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.
-Actualizado a
Amadeo apartó los ojos del retrovisor y me dijo que no me preocupara por las salpicaduras de sangre ni por el asiento empapado de agua. Fue al llegar a La Latina cuando descubrimos que teníamos otros motivos para preocuparnos. Frente a la peluquería de Belgrano, había tres furgonetas de la policía y cuatro ambulancias del SAMUR. Amadeo aparcó al lado del Atroz y desde la ventanilla, entre el hormiguero de mirones que había acudido al espectáculo, pude distinguir a dos enfermeros que salían del portal transportando a una anciana tumbada en una camilla y a una sanitaria vendando la cabeza de Gregorio, sentado estoicamente en el banco de la esquina. Inconfundibles gracias a sus camisetas ceñidas y sus manojos de músculos, unos cuantos esbirros del Turco esperaban de pie junto a una lechera, las manos esposadas. Otros evocaban los tiempos del colegio de cara a la pared, mientras los agentes los cacheaban. De la peluquería de Belgrano sólo quedaba ileso el poste de barbero con sus rayas rojas y azules señalizando ahora el desastre del interior: el sillón destripado a navajazos, con todo el relleno afuera; los espejos hechos añicos; los retratos de héroes y heroínas autóctonos pisoteados por el suelo; los libros destrozados; las sillas despedazadas; las revistas alfombrando el suelo. Abrí la portezuela del taxi para ir a preguntar, pero Amadeo me frenó a tiempo:
-No lo hagas. Con esas pintas y esas heridas, te detendrían echando hostias. Ven, conozco a alguien que seguramente lo ha visto todo.
Arrancó el taxi, rodeó el polideportivo y se detuvo frente a la entrada trasera del mercado de la Cebada. Bajamos del vehículo y Amadeo se dirigió hacia una indigente recostada a la sombra, entre una empalizada de mantas, jerséis, cartones, mochilas, bolsas y botellas medio vacías. Dos perros peludos se enroscaban a sus pies y un asteroide de rastas inextricables le coronaba la cabeza. La había visto a menudo mendigando por el barrio, pidiendo a los clientes en la terraza del Atroz o intercambiando versos con Belgrano en la puerta de la peluquería. La había bautizado "Mafalda", por la cantidad de ropa que siempre llevaba encima, y ella acabó adoptando el mote.
-¿Viste? Esta piba conoce más poemas que la enciclopedia Larousse.
Amadeo se agachó a su lado y le preguntó qué había ocurrido. Mafalda respondió con una retahíla poética de la que apenas entendí nada. Me acerqué a preguntarle si había visto a Belgrano.
-Belgrano. ¿Te acuerdas de tu amigo Belgrano?
-Que de noche lo mataron, al caballero -recitó Mafalda, con su voz ronca-. La gala de Medina, la flor de Olmedo.
-Joder, Mafalda. Poemas ahora no.
Cuando no le daba por la poesía, se ponía a chillar unas parrafadas histéricas, arengas exuberantes en las que hablaba de manicomios, de reyes, de pontífices, de presidentes. A menudo Belgrano paraba de chascar las tijeras y se quedaba oyéndola, admirado:
-Qué fenómeno. Si se presenta a presidenta, le doy mi papeleta.
-Pero está loca -protestaba el cliente de turno.
-Piantada está, de acuerdo, pero no es una pelotuda.
Un día le pregunté a Belgrano si conocía la historia de aquella mujer. Chascó la lengua y esbozó un gesto confuso con la cabeza, un gesto que podía significar cualquier cosa. Conocía unas cuantas historias, sí, y todas venían a desembocar en lo mismo: un atado de andrajos, una nube de moscas, una botella de coñac, un par de chuchos sin nombre. Era una joven de familia bien que padecía una enfermedad mental y a la que sus padres abandonaron, hartos de que se escapara del psiquiátrico. Era una emigrante colombiana que vino a España engañada, embaucada por una mafia que la encerró en un club de carretera y la obligó a prostituirse hasta que se volvió loca. Era una profesora de secundaria que había roto con su existencia burguesa para embarcarse en una aventura existencial a base de drogas y alcohol en la que finalmente perdió la cabeza. Le pregunté a Belgrano cuál de aquellas historias era la auténtica.
-Qué más da, pibe. Puede que ninguna. Si creyera en Dios, te diría que Mafalda está aquí para probar quiénes somos humanos y quiénes únicamente lo parecen. Son tiempos bien jodidos éstos en los que una mendiga ni siquiera está a salvo en la calle.
Se refería al día en que, en la calle Toledo, vi a un grupo de chavales riéndose de ella, maltratándola, quitándole la ropa, y tuve que ahuyentarlos a guantazos. Mafalda volvió a colocarse los harapos y a apaciguar a sus perrillos, que no paraban de ladrar enfurecidos, pero dudo que llegase a enterarse de lo que ocurría. Estaba borracha, como siempre, despedía un tufo a vertedero y sus rastas eran una maraña donde podían criarse caracoles y arañas.
-Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando -soltó un eructo perfumado de coñac y siguió adelante-. Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.
Empezaban a mosquearme tantas alusiones líricas a la muerte. Lamenté no haber prestado más atención a las clases de literatura de Belgrano.
-¿Está diciendo que lo han matado?
-Vete a saber -respondió Amadeo-. Lo mismo sí.
-Jaca negra, luna grande y aceitunas en mi alforja. Aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Córdoba.
-Este me suena- dijo Amadeo- Creo que es de Juan Ramón.
-Perdone. Es de Lorca.
Quien había hablado era un cincuentón canoso, muy flaco, casi translúcido, con gafas de sol. Sacó un paquete de cigarrillos y nos ofreció antes de encender uno.
-Disculpen la impertinencia -dijo con un acento gallego tan marcado que parecía una broma-. Aníbal Malvar, periodista del diario Público.
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