Verano porteño (13)
Donde Roberto Esteban descubre que la distancia más corta entre dos puntos no siempre es la línea recta.
Este es el decimotercer capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

-Actualizado a
-Belgrano es su padre —repetí como un loro.
-Los peruanos descienden de los incas, los mexicanos de los aztecas. ¿Y los argentinos? ¿De dónde descienden los argentinos? De los barcos.
Bianchi caminó hacia el ventanal, sosteniendo el puro como si fuese una batuta. De modo que existía una línea recta todavía más corta entre la barbería de Belgrano y aquel palacete de ensueño.
-En Argentina, como en todas partes, abundan los hijos de puta. Yo tomé el apellido de mi madre, que se había quedado en Buenos Aires mientras el hijo de puta de mi padre la abandonaba preñada de tres meses. Era un montonero, un comunista de mierda que escapó por patas a Barcelona huyendo de la muerte que se tenía bien merecida. De manera que puede decirse que soy un nieto de puta, en el sentido más amplio de la palabra.
-Ya veo.
-No, no lo ve. No puede verlo porque usted no es más que un patán que va de acá para allá como una bola de billar, rebotando en las bandas y chocando carambolas de pura casualidad. Si quiere jugar a detective, deje ese perro salchicha hecho de globos y cómprese una lupa.
-Ilústreme, haga el favor. Pero no se meta con Toby.
-Es muy sencillo. Hace un mes contraté a un detective de verdad, una agencia de detectives para ser exactos, que rastreó las huellas de mi padre de Barcelona a Caracas, de Caracas a Buenos Aires y de Buenos aires a Madrid. Así descubrí que Isidoro Belgrano había montado una barbería en La Latina, lo que era lógico porque en Argentina, antes de meterse a montonero, sólo era un peluquero barato. No me costó mucho idear la manera de joderle la vida al mismo tiempo que hacía negocio.
Al final, todo quedaba en un asunto de familia, una venganza aplazada que atravesaba cuatro décadas y dos continentes. Esto sí que era un verano porteño. Mira que Belgrano me había contado historias para aburrir a una oveja —combates de boxeo, cuentos de Cortázar, emboscadas de guerrilleros, anécdotas de su propia vida— y se le había olvidado mencionarme aquel retoño que dejó en la Argentina, incubando rencor desde el vientre de una novia. Seguramente ni siquiera sabía que ella estaba encinta, ni siquiera sospechaba la existencia del sonriente empresario que fumaba un Cohiba de pie, en la segunda planta de un chalet de tres o cuatro millones de euros.
-¿Qué fue de su madre?
-¿Y a usted qué le importa?
-A mí nada. Pero me gustaría contarle a Belgrano.
-Mi madre, Pilar, falleció de la rotura de un aneurisma cuando yo tenía tres años. Es curioso, porque es de lo que se mueren algunos de los personajes de Borges y de lo que murió el propio Borges. No le voy a aburrir con las desdichas que pasé, el hambre, la miseria. Son minucias que no vienen al caso.
-Sí, mejor me las ahorra. No oigo muy bien por este oído. Si quiere un psicoanalista, mejor contrate a uno argentino.
Aplaudió mi chiste con fingido regocijo y después consultó su reloj, una loncha extraplana de ciencia-ficción que abría otra dimensión en su muñeca.
-No creo que tenga tiempo de explicarle nada a mi padre. A esta hora, el Turco y sus muchachos deben de estar pidiendo turno para cortarse el pelo —Bianchi alzó los ojos de aquel agujero negro—. En cuanto a usted, no va a salir vivo de aquí.
Ahí estaba la segunda amenaza de muerte mañanera, aunque ésta era más inminente. El relojito de los cojones debía de contar con un dispositivo para dar la alarma, así que supuse que alguien ya venía de camino a saludarme. Por suerte, siempre se me ha dado bien atajar a los púgiles que bailan. Bianchi pensaba irse otra vez como había venido, por la plancha corredera disimulada en el enorme lienzo blanco de la derecha, pero le corté el paso en dos zancadas y lo atrapé del cuello antes de que pudiera escurrirse.
-¿Qué hace? Suélteme.
-No pensará dejarme solo ahora que empieza la danza.
Los seis guardaespaldas parlanchines brotaron de golpe de la puerta, aunque ahora se dedicaban más a jadear y rezongar, después de subir la escalinata a la carrera. No estaban en muy buena forma, después de todo. Uno de ellos extrajo un cuchillo largo de la cintura mientras otro se enfundaba un puño americano en los nudillos. Era evidente que no iba a poder franquearlos, menos aún con el estorbo de Bianchi. Mi admirador se aflojó la corbata.
-Vamos, tío. No pensarás degollarlo con un globo.
-Sujete bien el puro, Bianchi —dije.
No lo pensé dos veces, ni una, ni media. Lo agarré fuerte del cuello, lo hice girar y lo empujé de boca contra el ventanal, parapetándome contra su espalda. Caímos al agua entre una lluvia de cristales rotos. Fue una suerte que el arquitecto hubiera diseñado la piscina en L, con el asiento de la letra a un par de metros escasos del muro. Más suerte aun que los críos se encontraran jugando en el otro extremo del rectángulo azul. Quien no tuvo tanta suerte fue Bianchi, que perdió el habano y media cara contra el ventanal y cayó al agua conmigo de macuto. Lo dejé gimiendo, sangrando y chapoteando, y salí de la piscina magullado, atontado, pero más o menos intacto. Los invitados me observaron estupefactos, disecados en el ademán de beber una copa o morder un canapé, y luego observaron a su anfitrión jugando a la sirenita. Aproveché la confusión para atravesar los jardines, aunque antes devolví a Toby a su dueño.
-Lo he cuidado bien, como te prometí.
La pareja de vigilantes no supo qué hacer cuando los saludé al pasar, chorreando agua. Crucé la avenida cojeando, abrí la puerta del taxi y le dije a Amadeo que volviéramos a la barbería a toda hostia. Tenía unos cuantos cortes en las manos y en los brazos, pero nada grave. Lo único malo es que iba a manchar de sangre la tapicería del coche.
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