Verano porteño (16)
En el hospital, la pierna escayolada, Belgrano relata la batalla campal de los vecinos contra las huestes del Turco.
Este es el decimosexto capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

Madrid--Actualizado a
Aburrido, inapetente, ocioso, Belgrano yacía tumbado bocarriba, indiferente a la bandeja con el vaso de leche y las galletas que aguardaba a un lado de la cama. Intenté subir la persiana de plástico caída hasta el alfeizar, pero me advirtió que estaba rota y que además daba igual, que el exterior era más triste que el escaparate de una ortopedia. La referencia aludía a su pierna derecha enyesada y colocada en alto. Le habían hecho una radiografía y le habían dicho que tenía para dos meses de escayola y unos cuantos más de rehabilitación.
-Al final vamos a compartir cojera, pibe -dijo con una sorna que pretendía pasar por júbilo y que sonaba más bien amarga-. ¿Qué te parece?
-Qué me va a parecer.
-Alegra esa facha. Podía haber sido peor. Verás que acabaremos montando una yunta de chuecos.
Le entregué un par de libros que Aníbal había recogido del suelo, en las inmediaciones de la barbería destrozada. Cuarteles de invierno, Bomarzo. Sólo entonces pareció animarse un poco y bosquejó media sonrisa entre la mandíbula vendada, un pómulo amoratado y un ojo hinchado y cárdeno.
-Soriano y Mújica Laínez. Un nómada y un aristócrata. Eran muy distintos, como vos y yo, pero se admiraban mucho. Con estos dos ya formamos cuarteto.
-Supongo que los habrás leído. Hazme una lista y te traeré más lecturas.
-Este te gustaría, che -dijo, alzando el de Soriano-. Sale un púgil en desplome y un cantante en retirada.
-Entonces ya somos seis.
-Quedatelo, haceme el favor.
Era un librito delgado, me cabía en el bolsillo trasero del pantalón. Le pregunté qué había ocurrido y me contó sin adornarse la emboscada que había preparado a los matones del Turco: varias tablas con clavos diseminadas bajo la moqueta de la peluquería y otra más en el rellano del primer piso; una cacerola de agua hirviendo que se llevó puesta el primero que se atrevió a entrar en su casa. Los vio llegar en una furgoneta y apenas tuvo tiempo de voltear las tablas, escapar por la puerta trasera y subir por la escalera interior.
-De verdad, no me explico cómo estás vivo.
-Y bueno. Los vecinos me dieron una mano.
-Tuviste mucha suerte, compadre.
-Suerte no. Tuve a la Nati. Me sacó a uno de encima como si fuera una polilla y le atizó una piña a otro que te la debo. Los arrojó por el balcón como sacos de papas.
-La hostia.
-La reputísima hostia, pibe. Parecía una aizkolari mulata levantando piedras. Capaz que viene de familia vasca. ¿Pudiste desanudar el quilombo?
-No mucho, la verdad. Pero estoy en ello.
No iba a decirle que, con las prisas por escapar de Videla, dejó una novia preñada en Argentina, cuarenta y tantos años atrás, y acabó engendrando a un hijo de la gran puta. Un mal bicho que nadaba en billetes, se dedicaba a los negocios sucios y llevaba toda la vida planificando su venganza. Matar al padre: fijo que habrá un montón de libros sobre el tema. Incluso a mí al me sonaban al menos dos: un príncipe danés de charla con una calavera y un monarca griego que se arrancaba los ojos. Belgrano intentaría disimular su confusión con una cátedra sobre el parricidio y el complejo de Edipo. Lo malo era que, además del mal bicho, iba a perderse a una nieta. Pensé que no merecía la pena cargarlo con más tristezas.
-¿Y Amadeo? ¿A que se portó lindo el Amadeo?
-Como un tiro, Belgrano. Todo un profesional. Me dijo que te diera recuerdos. No pudo subir, tenía un compromiso urgente.
-Es un capo del taxi. Más mudo que un muerto, pero esperá que te gane confianza. Te va a contar unas historias para dejarte al palo.
Hubo un silencio incómodo que Belgrano vadeó hojeando las páginas de Bomarzo. Yo me quedé mirando la orfandad de la bandeja ocre a un lado de la cama, el vaso de leche, las galletas. De repente, consultó el teléfono y el semblante se le iluminó por encima de vendajes y moratones.
-Este. ¿Te conté de mi sobrina Liliana? ¿La que quiere conocerte?
-La universitaria, sí. A saber qué le habrás contado.
-Adelantó el viaje, che. Está abajo, en recepción. En un toque la tenemos acá. Andá, entrá a la pileta y arreglate un tantito, que parece como que te llovió encima o que te duchaste con la ropa puesta.
Tras el chapuzón en la piscina, los vaqueros y la camiseta se habían secado y arrugado sobre mi cuerpo casi al instante, aunque los calzoncillos todavía estaban húmedos y las zapatillas rechinaban al andar como si fuese pisando renacuajos. Lo cierto es que gastaba unas pintas como para ponerme a mendigar junto a Mafalda. Le dije a Belgrano que prefería dejarlos solos: a fin de cuentas, eran parientes y tendrían cosas de qué hablar. Pero che, murmuró, como si acabara de perder un yerno.
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