Verano porteño (22)
Donde Roberto Esteban comprueba una vez más que la vida viene en versión original sin subtítulos.
Este es el vigesimosegundo capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

-Actualizado a
En mi juventud, recobrarme de una paliza de ese calibre no me habría costado mayor esfuerzo. Tras un par de días de descanso y una ración de analgésicos, habría vuelto a entrenar sin problemas, acusando la resaca de los golpes como si fuesen agujetas. Sin embargo, con cincuenta y tantos palos encima, la historia era muy distinta: me tiré casi una semana postrado en la cama, levantándome únicamente para ir al baño, apostar sobre el color del que saldría mi orina y apreciar el cambio gradual de los moretones en la espalda y el vientre, un arcoíris que giraba lentamente del rojo al azul y luego al amarillo. Suerte había tenido de que no me rompieran la jeta. Todos los días, al descubrirla intacta en el espejo del lavabo, recordaba la respuesta de Venancio aquel día en que un novato le preguntó por qué los púgiles hacen sombra contra una pared en lugar de utilizar un espejo de cuerpo entero, como las bailarinas de ballet clásico. La voz de cazalla de Venancio retumbó en el gimnasio como un puñetazo en el saco:
-Porque si vierais la cara de gilipollas que se os queda en cuanto os calzáis los guantes, dejaríais el boxeo.
Sí, tenía cara de gilipollas, estaba claro, sobre todo ahora que empezaba a encajar las piezas y contemplar los pequeños detalles que había pasado por alto. Quizá por culpa del calor, que no me dejaba ni pensar. Había permitido que el gordo de los cojones me apabullara con su cohorte de matones, su limusina negra y su pipa de brezo, ignorando un hecho esencial: que no era más que un trepa forrado de billetes, un paleto de mierda que necesitaba llevar la bandera española atada a la muñeca, no fuese a olvidar de repente su nacionalidad. Por lo general, salvo raras excepciones, las grandes fortunas se fabrican a base de robos al por mayor, hurtos a gran escala donde no hay posibilidad de que te trinquen con las manos en la masa. Fijo que el gorrino aquel había prosperado a base de falsear cuentas, amañar contratos bajo cuerda, conseguir permisos de obra en una ciudad en permanente estado de construcción, abriendo y cerrando zanjas en el asfalto como si fuesen cremalleras. Pero la verdad era mucho más sencilla que todo eso. Me daban ganas de romperle la cara a aquel idiota del espejo por no haberse dado cuenta antes.
Llamé un par de veces a Belgrano, inventándome excusas de lo más peregrino para justificar que no fuese a visitarlo. ¿Hacía mucho calor? ¿O es que no quería ver a su sobrina? Qué va, es que andaba muy liado con un asunto de Sebas. ¿Había leído lo del Turco? Qué quilombo, la puta que lo parió, ése era el chanta que estaba haciendo la pata, ¿no? Ese mismo, Belgrano. Cuídate mucho, en cuanto pueda, voy a verte. Ya sabes que no me gusta hablar por teléfono.
El primer día que salí a caminar por Madrid Río, cuidando de que no se me dislocara el acordeón de las costillas, me encontré al volver a Liliana sentada en un banco frente a mi portal, fumando un cigarrillo. Tenía gracia lo fácil que era localizarme, coño, ya fuese en mi propia casa, en el Oso Panda o a la salida de una comisaría. Debería hacer algo al respecto o cualquier día de éstos iba a tener un disgusto.
-¿Quieres subir? No hace falta que tires el pitillo, a mí no me molesta.
Me siguió escaleras arriba, le cedí el paso en el umbral y se quedó mirando las paredes desnudas como si le hubiera encargando la decoración. Le pregunté si quería una taza de café, respondió que mejor una cerveza. No bebo alcohol, lo siento. Café entonces, qué le vamos a hacer, dijo, encogiéndose de hombros. Mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, me acompañó hasta la cocina y se apoyó contra el marco de la puerta.
-Subiste los peldaños como un elefante al muere. ¿Tuviste otra agarrada?
-No. Una novia, que es un poco bruta.
-Pero dile que afloje, che, porque estás hecho pomada.
Serví el café, fuimos al salón y se bebió la taza en dos tragos, casi hirviendo, sin leche ni azúcar. Pegó una calada más, soltó una bocanada de humo y ahogó el cigarrillo en la taza.
-Perdoná -dijo al fin- Me quema la cabeza lo de mi tío.
-Es lógico, pero no tienes de qué preocuparte, créeme. No volverán a tocarle un pelo.
-Andá, andá, no me cuentes milongas.
-Ya está todo arreglado, en serio. Me he ocupado personalmente.
-Te conozco, mascarita. Contame cómo es tu novia, a ver si me como ese verso.
-Bueno, no es exactamente una novia. Aquí decimos un ligue. Una mujer mayor, de mi edad. Nos vemos de vez en cuando.
-A la gaucha os veis, está cantado. Una mina no dejaría pasar esas rajaduras ni en pedo -Liliana señalaba las cortinas desarrapadas-. Vivís solo, no hace falta que lo jurés. Pero tampoco sos tan viejo.
-Díselo a mi urólogo. ¿Tú tienes novio?
-Novio -Se echó a reír-. Un ligue, como vos. De tu edad, más o menos.
-¿Y qué piensan tus padres?
-Mis padres, dice el pibe. Primero el ligue y ahora mis viejos. ¿Qué pasó? ¿Te apretó el calor la calabaza? ¿Vos pensás que vine acá a acostarme contigo?
No sé por qué se puso tan furiosa. De repente se levantó y se largó dando un portazo. En cierto modo, era una suerte porque, de seguir conversando con ella, iba a necesitar subtítulos. Hablaba más cerrado aún que Belgrano. Me pegué una ducha, me vestí de persona y fui a buscar a Amadeo.
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