Verano porteño (18)
Donde, antes de descubrir el primer cadáver, Roberto Esteban ejerce de crítico literario.
Este es el decimoctavo capítulo de la novela de verano por entregas de David Torres.

-Actualizado a
Me desperté con un rayo de sol en la cara y el libro abierto sobre el pecho. Eran las nueve y media de la mañana, había dormido apenas tres o cuatro horas, me sentía amodorrado y pegajoso de sudor, pero hice un esfuerzo, me puse en pie, fui al servicio, oriné y metí la cabeza bajo la ducha. Después me obligué a trabajar una serie de ejercicios con las mancuernas de doce kilos, me puse el chándal y salí calle abajo en busca del Manzanares, ese aborto fluvial que pretende pasar por río y cuyos patos parecen funcionarios. Mi rodilla mala estaba resentida tras la caída en la piscina y no pude trotar ni siquiera diez minutos, aunque me empeñé en completar mi circuito habitual, cinco kilómetros a pleno sol, resollando como un mulo. Regresé a casa, me duché, desayuné un café con tostadas y terminé de leer la novela de Soriano bajo el auspicio del ventilador.
Aquel tipo no escribía de oídas, seguramente habría asistido a un montón de combates, pero es que además había escarbado a fondo en el tuétano del boxeo. Me quedé todo el día arrastrando la desdicha de Rocha, un púgil a la deriva empeñado en no tirar la toalla y resistir como fuese una paliza inhumana. A fin de cuentas, yo también me empeñé en estirar hasta la locura mi pelea con Chamaco, en cruzar en pie el límite de los doce asaltos cuando nunca debí pasar del quinto. Sólo que lo mío no era ficción. Llamé a Belgrano varias veces para saber cómo iba, pero nadie contestaba al teléfono. Al final respondió su sobrina, que estaba bien, que los médicos no paraban de traerlo de acá para allá, a ver si le hallaban más averías. Le pregunté si la reemplazaba aquella noche, para que pudiera cambiarse y descansar un poco, pero me dijo que no hacía falta, que había alquilado un cuarto en una pensión cerca del hospital. Quizá mañana, añadió.
El puto calor me había extirpado el hambre y pasé el resto del día aguardando la hora de mi visita al Oso Panda, a ver si Sebas se había enterado de algo más. Me entretuve dormitando mientras releía la novela, entrenando con las mancuernas y haciendo viajes a la nevera a beber agua. De la cama a la silla y de la silla a la cocina, orientando el chorro del ventilador hacia mi jeta. Hacia las nueve de la noche me pegué otra ducha y salí a la calle, que ardía como una antorcha. Me decidí a picar algo en una tasca enfrente del Oso Panda, un asturiano atendido por ecuatorianos, un buen ejemplo del cóctel de culturas en la capital. No me dio tiempo a masticar el último bocado cuando dos polis de paisano entraron y me invitaron a subir con ellos a un Citroën blanco. No hacía ninguna falta que enseñaran la placa porque la madera huele a madera, hablan como maderos y se mueven como troncos.
La verdad es que no hablaron mucho durante el trayecto, aparte de comentar los incidentes de un partido de fútbol. No les pregunté si estaba detenido, por qué, cómo me habían encontrado, ni dónde diablos íbamos, aunque al dejar atrás el Pirulí y enfilar la M-30 supuse que nuestro destino era la comisaría de San Blas. Allí me dejaron en una sala que me recordó tiempos no muy lejanos, con los chillidos de borrachos y vagabundos encerrados en los calabozos. Por lo menos había aire acondicionado y pegué unas cuantas cabezadas con la silla apoyada contra la pared. A las doce y pico de la noche, abrió la puerta una mujer escueta, enérgica, que me saludó con un gesto militar y se presentó con un nombre que no escuché. Dejó una carpeta encima de la mesa y me plantó una mirada decididamente policiaca.
-Perdone, no la he oído bien.
-Nieves. Inspectora Nieves Castro. Imagino que sabe por qué le hemos traído aquí.
-No tengo la menor idea.
Abrió una carpeta y me enseñó unos cuantos papeles impresos: mi expediente oficial de fechorías desde los años noventa, mi participación no oficial en la resolución del caso de un célebre asesino múltiple y la fotocopia de un artículo del diario digital Público, con fecha del mismo día y firmado por Aníbal Malvar. Relataba el ataque que había sufrido el empresario Juan Antonio Bianchi en su domicilio, el día del cumpleaños de su hija; la posible implicación de Bianchi y de un colaborador suyo, Eustaquio Martínez, en un delito de extorsión a unos vecinos del barrio de La Latina; la posterior hospitalización de Bianchi, que se había roto ambas piernas en una aparatosa caída a la piscina, y que había sido trasladado al policlínico Centauro, en el Viso; la batalla campal que había tenido lugar a la misma hora en un inmueble de la calle Toledo, que se saldó con varios heridos y detenidos. En el último párrafo, como de pasada, Malvar mencionaba la participación de Bianchi en un fraude millonario de compra-venta de mascarillas y diversos escándalos de contrataciones públicas en hospitales y residencias durante la pandemia. Mi nombre no aparecía por ningún lado, el de Belgrano tampoco, así que me prometí convidarle a una botella de pacharán en cuanto pudiera. Le devolví los papeles a la inspectora.
-Uno a uno y cero. Creo que es un empate. ¿Estoy detenido?
-De momento, no. Sólo queremos aclarar unos detalles.
-¿Bianchi ha puesto una denuncia?
-No, pero no hace falta. Sabemos que fue usted. Lo mismo que sabemos que anteayer envió a una pareja de ultras al hospital.
-Sólo estaba defendiendo a un amigo.
-No lo dudo. Esos dos tipos tienen una lista de antecedentes casi tan larga como la suya.
-Ni siquiera sé quién es ese tal Eustaquio.
-Bueno, usted lo conocía por su apodo. Lo llamaban el Turco.
-¿Lo llamaban?
-Está muerto, señor Esteban. Lo encontraron a mediodía con el cuello roto, ahorcado con su propia camisa en la cisterna de los servicios del bar Menéndez, a dos calles de aquí.
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